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miércoles, 19 de diciembre de 2012

La lotería - Shirley Jackson - Ciudad Seva

La lotería - Shirley Jackson - Ciudad Seva:

La lotería[Cuento. Texto completo.]Shirley Jackson
La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.
 
Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
 
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
 
El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.

Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.

Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.

Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.

En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.

-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces  recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
 
Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:
 
-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
 
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:
 
-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
 
-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
 
-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
 
-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.
 
El señor Summers consultó la lista.
 
-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
 
-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
 
-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
 
Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.
 
-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
 
-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
 
Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.
 
-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.
 
El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
 
-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
 
-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.
 
Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
 
-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
 
Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
 
-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson... Bentham.
 
-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
 
-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.

-Clark... Delacroix...

-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
 
-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».
 
-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
 
-Harburt... Hutchinson...
 
-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
 
-Jones...
 
-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
 
-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
 
-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.
 
-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.
 
-Martin... -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke... Percy...
 
-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.
 
-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.
 
-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.
 
El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
 
-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.
 
-Watson... -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
 
-Zanini...
 
Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:
 
-Muy bien, amigos.
 
Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
 
-Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
 
Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
 
-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
 
-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.
 
Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
 
-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
 
-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
 
-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
 
-Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.
 
-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
 
Consultó su siguiente lista y añadió:
 
-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
 
-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!
 
-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
 
-No ha sido justo -insistió Tessie.
 
-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
 
-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
 
-Sí -respondió Bill Hutchinson.
 
-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.
 
-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
 
-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
 
El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
 
-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.
 
-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
 
El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
 
-Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
 
-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.
 
-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
 
El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
 
-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
 
El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
 
-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie...
 
La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
 
-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.
 
Los espectadores habían quedado en silencio.
 
-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
 
-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
 
-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
 
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
 
-Tessie... -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
 
-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.
 
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
 
-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.
 
Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
 
-Vamos -le dijo-. Date prisa.
 
La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
 
-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
 
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
 
-¡No es justo! -exclamó.
 
Una piedra la golpeó en la sien.
 
-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
 
-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.
 
FIN
"The Lottery",
The New Yorker
, Estados Unidos, 1948

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes - Gustav Meyrink - Ciudad Seva

Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes - Gustav Meyrink - Ciudad Seva:

Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes[Cuento. Texto completo.]Gustav Meyrink
-¡Knödlseder, hazte a un lado! -ordenó Andreas Humplmeier, el águila real, apoderándose bruscamente del trozo de carne que la mano dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.-Porquería de animal, ojalá se muera -protestaba indignadísimo el anciano buitre de los Alpes, que en los largos años de encierro se había vuelto terriblemente corto de vista y no podía soportar que se aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad; voló hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la esperanza de dar en su adversario.

Pero Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un rincón devoró impasible la carne recién hurtada limitándose tan solo a levantar despectivamente las plumas de su cola mientras se mofaba:

-¡No te pongas belicoso, que te doy una cachetada!
¡Y esta ya era la tercera vez que Amadeo Knödlseder se quedaba sin cenar!

-¡Esto no puede seguir así -rezongaba cerrando los ojos para no tener que ver la sonrisa desvergonzada que le dirigía el marabú de la jaula vecina y que quietecito en su rincón aparentaba estar "dando gracias a Dios", una actividad a la que su condición de pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso-, esto no puede seguir así!

Knödlseder dejó que los acontecimientos de las últimas semanas volvieran a sucederse en su memoria: tenía que reconocer que al principio la conducta indudablemente original del águila real le había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad en que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos -zancudos igual que las cigüeñas- y tremendamente petulantes; cuando hicieron su entrada, el águila exclamó:

-¡Epa, epa, qué es esto! ¿Qué clase de alimañas son?

-Somos grullas vírgenes -fue la respuesta.

-Para quien se lo quiera creer -había respondido el águila real para regocijo de todos los presentes; pero lástima que pronto el carácter zumbón de este muchacho también se volvió contra él, y fue así que un día se puso secretamente de acuerdo con un cuervo, que hasta entonces había sido un compañero bastante agradable, y aprovechando el hecho de que una niñera se había acercado imprudentemente al enrejado con su cochecito de bebé, le sustrajeron la goma de una de las ruedas; luego colocaron el caño de goma en el comedero de la jaula y el águila real había tenido el tupé de señalarlo con el pulgar diciendo:
-Amadeo, ahí tienes un chorizo.
Y él, que hasta el momento había sido el orgullo del Jardín Zoológico, él, el venerado buitre de los Alpes... se lo creyó: se apoderó del caño de goma y lo llevó en rápido vuelo hasta su barra, donde comenzó a tironear y tironear hasta que el caño se fue haciendo cada vez más largo y finito, rompiéndose por fin arrojándolo hacia atrás con violencia, de modo que, por primera vez en su vida, cayó al suelo provocándose una dolorosa torcedura en el cogote. Inconscientemente, Knödlseder se estaba tanteando ahora, al recordarlo, la parte lastimada. Y de nuevo lo acometió un ataque de furia, pero se dominó rápidamente para no darle al marabú la ocasión de una nueva burla. Echó una rápida mirada hacia abajo: no, por suerte el antipático animalejo no había notado nada y seguía tranquilamente hincado "dando gracias a Dios".

Esta noche se concreta una huida, resolvió el buitre de los Alpes tras largo cavilar: "prefiero la libertad con su lucha por la vida, antes que permanecer un solo día más con ese ser indigno". Un breve ensayo le confirmó que las bisagras de la puerta de la jaula seguían oxidadas -un secreto que ya conocía desde hacía mucho tiempo y que guardaba celosamente para sí-, lo que facilitaba considerablemente sus planes.

Consultó su reloj de bolsillo: ¡Las nueve! ¡Pronto sería de noche! Esperó una hora más y comenzó a empacar silenciosamente su maleta. Un camisón, tres pañuelos (se los acercó uno por uno a los ojos: ¿llevaban las iniciales A. K.?, sí, eran los suyos), su libro de misa con el trébol de cuatro hojas guardado cuidadosamente entre las gastadas páginas, y por fin -una lágrima nostálgica mojó sus párpados- el viejo y querido braguero, pintado amorosamente para simular un cuero de víbora, que su dulce madrecita le había regalado para Pascuas pocos días antes de que manos humanas lo secuestraran ... y con el que tanto le había gustado jugar.

Bueno, ya estaba todo listo. La maleta cerrada y la llave bien guardada en su buche. Casi me convendría, pensaba Knödlseder, esperar a que el señor Director me diera un certificado de buena conducta. Nunca se puede saber...; pero desechó este pensamiento casi de inmediato; no sin razón, se dijo que a pesar de su proverbial ingenuidad, la dirección del Jardín Zoológico podría no estar de acuerdo con su partida.

-No, creo que me conviene más dormir una horita.
Ya estaba a punto de cobijar la cabeza bajo el ala, cuando lo sobresaltó un ruido sospechoso. Aguzó el oído. No era nada de importancia: el marabú, que secretamente era un gran adicto a los juegos de azar, estaba jugando al par o impar bajo palabra de honor consigo mismo a la tenue luz de la luna. Y lo hacía de la siguiente manera: tragaba un puñado de piedritas y volvía a escupir algunas: si el número que resultaba de esta operación era impar, había "ganado". El buitre de los Alpes lo estuvo observando durante un buen rato divirtiéndose de lo lindo al ver que el marabú perdía a cada rato, hasta que un nuevo ruido -proveniente esta vez de la construcción de cemento que embellecía el interior de la jaula- distrajo abruptamente su atención. Era un cuchicheo y estaba dirigido a él:
-Pst, señor Knödlseder.

-¿Qué hay? -contestó el buitre de los Alpes con el mismo tono de voz y bajó volando suavemente de su barra.

Era un erizo, que si bien era un bávaro de nacimiento igual que el águila real, se diferenciaba fundamentalmente de este por su carácter apacible y bonachón, enemigo declarado de las bromas pesadas.

-Usted está por huir -comenzó diciendo mientras señalaba la maleta. Por un instante el buitre de los Alpes pensó terminar con esta intromisión cerrando la boca del erizo para siempre -por pura cautela, se entiende-, pero la confiada mirada de su interlocutor lo desarmó por completo-. ¿Conoce usted bien los alrededores de Munich, señor Knödlseder?

-No -tuvo que reconocer sorprendido el buitre de los Alpes.
-Ya me parecía. Yo le puedo ser de utilidad. Bueno, primero: en cuanto salga, doble hacia la izquierda y se mantiene sobre su mano derecha. Después usted mismo se va a dar cuenta. Y después ... -el erizo hizo una pausa para aspirar con admirable rapidez una pizquita de rapé-, y después sigue volando derechito para adelante. Y mucha suerte en el viaje, señor vecino -cerró el erizo su locución y desapareció.
Todo resultó a las mil maravillas. Antes de que amaneciera, Amadeo Knödlseder había logrado abrir silenciosamente la puerta de la jaula, y después de haberse apoderado del sombrerito tirolés y los tiradores bordados propiedad de Humplmeier, que a la sazón roncaba como un aserradero, tomó su maletita y ahuecó el ala puntualmente. Y aunque toda esta actividad logró sacar al marabú de su sueño siempre tan liviano, nada desagradable sucedió, ya que el muy beato se creyó nuevamente obligado a colocarse en su rincón para dar gracias a Dios.

-¡Uf, cuánta chatura! -protestaba el buitre de los Alpes a la vista de la ciudad sumida en sueños, tal como se le mostraba a la primera luz rosada del día mientras volaba hacia el Sur- ¡y a esto lo llaman metrópolis del arte!

Acalorado por el esfuerzo desacostumbrado, pronto se sintió sediento, y al divisar un pueblito que le pareció simpático se decidió a bajar y regalarse con una buena medida de cerveza. Comenzó a pasearse muy orondo por las calles dormidas. A esa hora parecía no haber ninguna taberna abierta. La única tienda que ofrecía una excepción a esta inactividad mortal era una cuyo cartel rezaba: Almacén de Ramos Generales, de Bárbara Muschelknaus.

El buitre de los Alpes se detuvo delante del abigarrado escaparate y lo estudió con atención: de pronto cruzó por su cerebro un pensamiento luminoso. Abrió la puerta de la tienda y entró muy decidido. Durante la noche anterior ya lo había estado atormentando el problema de cómo ganarse la vida una vez que estuviera afuera. ¿Andar volando por ahí en busca de un botín? ¿Con esta vista que ya no me sirve para nada? ¿Probar qué tal me va con la fabricación de guano? Humm, para eso se necesita en primer término, comer, y comer mucho:ex nihilo nihü fit; pero ahora, súbitamente, se le abría un camino nuevo.

-¡Cielos, qué animalejo más repulsivo! -chilló la vieja señora Muschelknaus al contemplar el primer cliente de la jornada; pero se tranquilizó muy pronto cuando Amadeo Knödlseder, tras palmearle cariñosamente las mejillas, le dio a entender con palabras cuidadosamente escogidas que necesitaba completar su equipaje con una colección de corbatas de muy buen gusto, como las que estaban expuestas en el escaparate.

Conquistada por el comportamiento tan educado y jovial del buitre de los Alpes, la vieja comenzó a apilar con diligencia docenas de corbatas sobre el mostrador. Y al distinguido caballero le gustaban todas, tanto es así que pidió que se las fuera acomodando en una caja de cartón, sin discutir el precio. Con respecto a la más cara de todas, una color rojo fuego, solo comentó que quería llevarla puesta, y mirando a la dueña con ojos soñadores le rogó que se la atara alrededor de su flaco cuello; mientras ella así lo hacía, él canturreaba:
Un beso ardiente de tu boca de rosa
me recuerda
aquellos rojos amaneceres, hurrá;
hurrá, hurrá, hurrá.
-Vaya, qué bien le queda -exclamó feliz la vieja-. ¡Pero si parece un verdadero (picapleitos de parranda, casi se le escapa)... duque!
-Bueno, ahora, y si no le ocasiona demasiadas molestias, le pediría un vaso de agua fresca -trinó el buitre de los Alpes.
Casi loca de contento, la pobre salió corriendo hacia las habitaciones traseras de la casa; y apenas hubo desaparecido de la vista, Amadeo Knödlseder tomó la caja de cartón, salió como disparado de la tienda y en menos de un minuto ya se hallaba flotando por los aires rumbo al azul del cielo. Y aunque pronto se hicieron oír los improperios lanzados a viva voz por la tendera, el desalmado no sintió el menor remordimiento; con la maleta en la izquierda y la caja de cartón bien sujeta entre las garras de la derecha, siguió tranquilamente su camino a través del éter. Recién a altas horas de la tarde -los rayos del sol poniente se aprestaban ya a dar el beso de despedida a las sonrosadas cumbres de los Alpes-, condujo su raudo vuelo hacia abajo. Los aromas balsámicos del terruño abanicaban mimosos su rostro y su vista se perdía embriagada en el paisaje.
De las verdes praderas se elevaba melodioso el melancólico cantar de los pastores, acompañado por el argentino tintinear de las manadas. Guiado por el instinto certero de un hijo de los aires, Amadeo Knödlseder descubrió bien pronto, para su enorme regocijo, que un destino benévolo había conducido su vuelo hasta las cercanías de una próspera aldea de lirones. Y si bien es cierto que apenas avistado el peligroso visitante, los lugareños corrieron a buscar la protección de sus hogares, sus temores se aquietaron casi tan rápidamente como habían surgido al observar que Knödlseder no solo no le tocó ni un solo pelo a un lirón muy viejito que no había podido huir a tiempo y que se dirigía al comercio de granos que había en la localidad, sino que se inclinaba respetuosamente ante él, quitándose el sombrero, para preguntarle si no le podría recomendar una buena posada con precios razonables.
-A juzgar por su acento usted no es de aquí, ¿verdad? -dijo para entablar una conversación, después de que el lirón, tartamudeando de miedo, le dio la información requerida.
-No, no -balbuceó el anciano caballero.
-¿Del sur tal vez?
-No. De... de Praga.
-Ah, y por lo tanto judío, ¿no? -siguió inquiriendo el buitre de los Alpes, mientras le sonreía amigablemente guiñando un ojo.
-¿Yo? ¿Y... yo? ¡Pero, qué ocurrencia señor buitre de los Alpes! -negó enfáticamente el lirón, temiendo seguramente tenérselas que ver con un ruso-. ¿Judío yo? Todo lo contrario, por más de diez años fui shabes-goy con una familia judía pero buena.

Una vez que el buitre de los Alpes se hubo enterado de toda suerte de detalles acerca de la vida y las costumbres del lugar, y después de haber manifestado su profunda satisfacción por el hecho de que no existiera allí ninguna clase de lugares nocturnos, ni buenos ni malos, dejó al pobre lirón en libertad y se dispuso a buscar un lugar donde afincarse. La suerte le seguía sonriendo, y antes de que cayera la noche ya había conseguido alquilar en las cercanías del mercado una tienda elegantísima con su correspondiente vivienda, que daba a los fondos de la casa, cada habitación con entrada independiente.

Los días y las semanas fueron transcurriendo en la mayor de las calmas; los vecinos ya habían olvidado por completo sus temores del comienzo y las calles del pueblo se hallaban animadas como siempre por el murmullo alegre de sus habitantes. Prolijamente escrito con letra cursiva, podía leerse en el cartel de madera que colgaba sobre la entrada de la tienda recién inaugurada: CORBATAS EN TODOS LOS COLORES. Vende AMADEO Knödlseder (se conceden rebajas), y todos se agolpaban para admirar las llamativas mercancías expuestas en el escaparate.

Antes, cuando pasaban las bandadas de patos silvestres haciendo alarde de las brillantes corbatas con que los había obsequiado la naturaleza, en la aldea reinaba siempre cierto malestar motivado por la mal disimulada envidia. ¡Pero cómo habían cambiado las cosas ahora! Todo vecino que se preciaba de ser alguien poseía una corbata de primerísima calidad y mucho, mucho más brillante todavía. Las había rojas, azules, amarillas, y hasta hubo quien hallara una a cuadros entre tanta maravilla; sin hablar del señor alcalde, que se había conseguido una tan larga, que al andar se le enredaba constantemente entre las patas delanteras.

La firma Amadeo Knödlseder se hallaba en boca de todo el pueblo para señalar, antes que nada, las virtudes personales de que hacía gala su propietario, de todas las virtudes ciudadanas. Ahorrativo, trabajador, diligente y medido en sus costumbres (solo bebía limonada). Durante el día atendía a su clientela, en la tienda propiamente dicha, y de tanto en tanto invitaba a algún comprador especialmente seleccionado a que pasara a las dependencias del fondo, donde solía permanecer luego largo rato, haciendo seguramente anotaciones en el libro mayor. Tal la creencia general, ya que en esas ocasiones se lo oía eructar ruidosamente, y todo el mundo sabe que, tratándose de un comerciante próspero, eso es signo de una gran actividad mental.

El hecho de que el visitante no abandonara nunca el comercio por la parte de adelante, no llamaba mayormente la atención. ¡Habiendo tantas salidas por la parte de atrás! Después del cierre, Amadeo Knödlseder solía sentarse en un escarpado para tocar melodías románticas en su dulzaina, hasta que la adorada de su corazón -una gamuza solterona, con lentes y manta escocesa- se acercaba con sus breves pasitos por las rocas de enfrente. Entonces la saludaba con un mudo y rendido gesto y ella contestaba con un recatado movimiento de su cabecita. Ya se estaba corriendo la voz de que ahí tenía que haber algo, y los enterados aprobaban con regocijo la tierna relación, ya que resultaba realmente edificante poder presenciar con los propios ojos un cambio tan favorable en la vida de un individuo con las taras hereditarias que necesariamente debía tener todo buitre de los Alpes.

Lo único que impedía que la felicidad del pueblito fuese completa, era la circunstancia -tan desdichada como sorprendente- de que el número de la población disminuía de un modo inexplicable, casi se podría afirmar que de semana en semana. Ya no quedaba una sola familia de lirones que no hubiera registrado a uno de sus miembros en la sección de personas desaparecidas. Se barajaban un sin fin de posibilidades, y se seguía aguardando, pero ninguno de los familiares echados de menos regresaba al hogar.

Y cierto día se notó la falta de... ¡nada menos que la señorita gamuza! Hallaron su frasquito de sales al borde de unos riscos; parecía casi evidente que había caído al fondo del abismo a consecuencia de alguno de sus acostumbrados vahídos. La congoja de Amadeo Knödlseder era total. Una y otra vez descendía con las alas desplegadas hasta el lugar en que presumiblemente yacía su bienamada para -así afirmaba él con desconsuelo-, hallar por lo menos sus restos y poder darles cristiana sepultura. Y, entre vuelo y vuelo, se le podía ver sentado entre las piedras -en la boca un mondadientes- con la vista perdida en el vacío.

Llegó al extremo de descuidar por completo su comercio de corbatas. Y entonces, cierta noche, se produjo una relación terrible. El propietario del inmueble -un viejo gruñón y chismoso- hizo su aparición en el destacamento de policía exigiendo que se forzara la entrada a la tienda y se secuestraran todas las existencias, ya que no estaba dispuesto a seguir esperando un solo día más el pago del alquiler adeudado.
-¡Hum! ¡Qué extraño! ¿El señor Knödlseder adeuda el alquiler? -el oficial de guardia no podía creerlo-, ¿y para qué demonios tirar abajo la puerta? ¡A esta hora debe estar en casa durmiendo, con despertarlo basta!
-¿Ese y en casa? -el viejo lirón estalló en una sonora carcajada- ¿Nada menos que ese? ¡Pero si nunca regresa antes de las cinco de la madrugada y siempre borracho como una cuba!
-¿Borracho? -el oficial de guardia comenzó a impartir órdenes.
Ya comenzaban a asomar las primeras luces del alba, y los esbirros seguían chorreando sudor tratando de forzar el pesado candado que mantenía cerrada la parte del fondo de la tienda.Una multitud excitadísima se paseaba de aquí para allá en la plaza del mercado.
-¡Quiebra fraudulenta! No, falsificación de letras de cambio -y así iban cambiando sucesivamente las diversas versiones.
-¡Jí, jí, quiebra fraudulenta! ¡Háganme el favor! ¡Jí!
El que así se expresaba era nada menos que el anciano comerciante de granos, que desde aquel encuentro tan enojoso con Knödlseder no se había dejado ver nunca más en la vía pública.

El desconcierto general iba creciendo y creciendo. Hasta las elegantes damitas que regresaban a casa -de vaya a saber uno qué diversiones- envueltas en sus finas pieles, hacían parar sus coches para preguntar qué sucedía. Y de pronto un ruido formidable: la puerta había cedido por fin a la presión de los más forzudos. ¡Y qué horrible espectáculo se ofrecía ahora a la vista de los azorados concurrentes! De la habitación abierta salía un olor nauseabundo y adonde quiera que uno dirigiera la mirada: trozos de piel masticados y vueltos a escupir, huesos roídos apilados en montones que llegaban hasta casi el cielorraso, huesos sobre la mesa, huesos en los estantes, hasta en los cajones de la cómoda y en la caja fuerte: huesos y más huesos. La multitud quedó como paralizada; ahora ya no cabía duda acerca del paradero de los vecinos desaparecidos. Knödlseder se los había comido, no sin antes despojarlos de la mercadería previamente adquirida... ¡un segundo "Joyero Cardillac" de la novela de la señorita de Scuderi!

-¿Y qué me cuentan ahora de la quiebra fraudulenta? -comenzó de nuevo el viejo marmota acaparador de granos. Ahora todos lo admiraban por haber sido tan inteligente como para prohibirle a su familia todo trato con ese asesino sinvergüenza.
-¿Cómo es posible, estimado vecino, que usted fuese el único que mantuviera en pie su desconfianza? ¡Había tantas razones para suponer que podía haber cambiado...!
-¿Un buitre de los Alpes cambiar? -preguntó el anciano, siempre con el mismo tono de burla-.¡El que fue buitre alguna vez, seguirá siendo buitre durante el resto de su vida, y más si se trata de un buitre de los Alp...! -no pudo seguir hablando: voces humanas se acercaban. ¡Turistas!
En un abrir y cerrar de ojos, todos los lirones desaparecieron. Incluido el marmota sabio.
-¡Qué belleza! ¡Una verdadera maravilla! ¡Qué soberbio amanecer! ¡Ohhhh! -exclamaba una de las voces. Pertenecía a una rubicunda damisela, de nariz respingada, que acto seguido se hizo ver en la meseta horadando el aire con su ondulante busto, los ojos muy abiertos y redondos como dos huevos fritos (solo que no tan amarillos, sino más bien azules) y enterando a quien quisiera enterarse de su romántica apreciación de la naturaleza-. ¡Ohhhh! Y ahora, en medio de este paisaje, con el que madre natura ha sido tan, pero tan pródiga, ya no le permitiría repetir, señor Klempe, lo que me dijera abajo en el valle acerca de los italianos. Ya verá usted. Cuando la guerra haya terminado, los italianos van a ser los primeros en venir a tendernos la mano y reconocer:
-¡Querida Alemania, perdónanos, pero esta vez prometemos cambiar!
FIN

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Arrepentimiento - Guy de Maupassant - Ciudad Seva

Arrepentimiento - Guy de Maupassant - Ciudad Seva:

Arrepentimiento[Cuento. Texto completo]Guy de Maupassant
I
El señor Saval acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de otoño; las hojas caen lentamente con la lluvia, formando también una lluvia más apretada y más lenta. El señor Saval no está satisfecho. Va de la chimenea a la ventana y de la ventana a la chimenea. La vida tiene días tristes, y para el señor Saval en adelante solo tendrá días tristes, porque ha cumplido sesenta y dos años. Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se interese por él. ¡Es muy triste morir aislado sin dejar un afecto profundo!
Piensa en su vida sin encantos y sin atractivos. Y recuerda en el pasado, en su niñez lejana, la casa paterna, el colegio, las vacaciones, la universidad. Luego, la muerte de su padre.
Vive con su madre; viven los dos, el joven y la vieja, tranquilamente, sin desear nada. Pero la madre muere también. ¡Qué triste vida! Y el hijo queda solo. Envejece y morirá cualquier día. Desapareciendo él, todo habrá terminado; todo, ni rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué terrible cosa! Y otros vivirán, amarán, reirán. Sí, habrá siempre quien se divierta, y él no se divierte nunca. Es raro que se pueda reír y estar alegre con la certeza de la muerte. Si la muerte fuera solo probable, aún habría esperanza; pero no, es tan segura como la noche después del día.
¡Y aún si la vida tuviera encantos! Desde que nació no hizo nada. No tuvo aventuras, ni grandes goces, ni éxitos, ni satisfacciones de ninguna especie. Nada, no había hecho nada; su vida se redujo a levantarse, vestirse, comer y acostarse; todo a horas fijas. Y así pasó en este mundo sesenta y dos años. Ni siquiera se había casado, como la mayor parte de los hombres. ¿Por qué? ¿por qué no se había casado? Pudo hacerlo, pues tenía bastante renta para mantener una familia. ¿Tal vez no se le había presentado la ocasión?... Acaso. Pero se buscan las ocasiones. Era un poco negligente, abandonado…Eso fue la causa de todo: su daño, su defecto, su vicio. ¡Cuántas gentes malogran su vida por abandono! ¡Es tan difícil para ciertas naturalezas moverse, agitarse, hablar, insistir!

II
Nadie lo había querido. Ninguna mujer durmió sobre su pecho en completo abandono de amor. Desconocía las deliciosas angustias del que aguarda, el divino estremecimiento de una mano sintiendo la opresión de otra, el éxtasis de la pasión triunfante. ¡Qué dicha sobrehumana debe de inundar el corazón cuando los labios de dos bocas se acarician por primera vez, cuando cuatro brazos, oprimiéndose, forman de dos seres uno solo, un ser inmensamente feliz, un alma de dos almas, ansiosas la una de la otra!
El señor Saval se había sentado junto a la chimenea, envuelto en su bata.
Ciertamente su vida estaba frustrada, en absoluto frustrada. Sin embargo, una vez tuvo un amor; había querido a una mujer secreta, dolorosa y descuidadamente, como lo hacía todo. Sí, había querido a su amiga la señora de Sandres, mujer de un antiguo camarada. ¡Oh, si la hubiese conocido soltera! Pero la conoció tarde, cuando ya estaba casada. Él también se hubiera casado con aquella mujer que le inspiró amor desde el primer instante, y a la cual siempre quiso.
Recordaba sus emociones de cada vez que la veía, sus tristezas de cuando se apartaba, las veces que no pudo en toda la noche descansar pensando en ella.
Por la mañana se sentía menos apasionado que por la noche. ¿Qué motivo habría?
¡Qué bonita, qué rubia, qué rizada era en sus años floridos! Sandres no era el hombre que aquella mujer necesitaba. Sin embargo, a los cincuenta y ocho años ella parecía dichosa.
¡Oh, si le hubiera querido en otro tiempo! ... ¡Si le hubiera querido! Y ¿quién sabe si le había querido?
Si hubiese adivinado aquel amor profundo... Y ¿quién sabe si lo adivinó alguna vez? Y si lo adivinó, ¿qué pensaría entonces? Y si él hablara, ¿qué hubiese contestado ella?
Y Saval se hacía mil preguntas más, reviviendo su pasado, interesándose por buscar y recoger una porción de sucesos insignificantes.
Recordaba las horas que pasaron en casa de Sandres, jugando a las cartas, cuando la mujer era bonita y joven.
Y recordaba cuántas palabras le había dicho ella y las entonaciones que usó para decírselas; recordaba las mudas sonrisas que significaron tantas cosas.
Recordaba los paseos de los tres a la orilla del Sena, los almuerzos campestres en domingo siempre, porque Sandres estaba empleado en la Subprefectura. Y de pronto le sorprendió la imagen clara de una hora pasada con ella en un bosque, junto al río.

III
Habían salido por la mañana, llevando sus provisiones en paquetes. Era un día de primavera, uno de esos días en que hasta el aire embriaga. Todo estaba perfumado y brindando goces.Los pájaros cantaban mejor y volaban con más ligereza.
Habían comido sobre la hierba y a la sombra de un sauce, cerca del agua adormecida por el sol. El aire tibio, impregnado en perfumes de savia, se respiraba con delicia. ¡Qué dulzuras las de aquel día!
Después de almorzar, Sandres se había dormido al pie de un árbol.
-El mejor sueño de su vida -según dijo cuando despertó.
La señora de Sandres, del brazo de Saval, paseaba por la orilla del río.
Apoyándose mucho en él, reía diciendo:
-Estoy un poco borracha, bastante borracha.
Saval, mirándola fijamente, sentía estremecimientos y palpitaciones; palidecía, temiendo que sus ojos no se mostraran con exceso atrevidos, que un temblor de su mano revelara su secreto.
Ella se había hecho una corona con flexibles tallos y lirios de agua, y le preguntó:
-¿Le gusto a usted así?
Como él no contestó nada -no se le ocurría nada que contestar, y más fácil hubiérale sido caer a sus píes de rodillas-, ella soltó la risa, una risa casi burlona y despechada, gritándole:
-¡Tonto, más que tonto! Hable usted al menos.
Él estuvo a punto de llorar, sin que acudiese ni una sola palabra en su ayuda.
Y todo esto lo recordaba como el primer día.
¿Por qué le había dicho ella: «¡Tonto, más que tonto! Hable usted al menos?»
Recordaba de qué modo, con cuánta dulzura lo oprimía, apoyándose en él. Y al inclinarse para pasar por debajo de un árbol de ramas caídas, la oreja de la señora Sandres había rozado la mejilla del señor Saval, ¡su mejilla!, y él había retirado la cabeza con un movimiento brusco para que no creyera ella voluntario aquel contacto.
Cuando él dijo: «¿Le parece si es hora de que volvamos?», ella le arrojó una mirada singular. Cierto; le miró entonces de un modo extraño. De pronto no lo tomó en cuenta y al cabo de los años lo recordaba minuciosamente.
Ella le había dicho:
-Como usted quiera; sí está usted cansado ya, volveremos.
Y él había contestado:
-Yo no me fatigo, señora; pero es posible que Sandres haya despertado.
Y ella replicó, encogiéndose de hombros:
-Si teme usted que haya despertado mi marido, es otra cosa; volvamos.
Al volver ella silenciosa, ya no se apoyaba en el brazo de su amigo. ¿Por qué?
Este «por qué» no había encontrado respuesta y era una preocupación constante. Al cabo de los años, el señor Saval creyó entrever algo que no había entendido nunca.
Acaso ella...

IV
Ruborizándose, se levantó conmovido, emocionado, como si treinta años antes hubiera oído en labios de la señora Sandres un «¡te quiero!»
¿Seria posible acaso? Esta sospecha que despertaba en su espíritu lo torturó. ¿Era posible que a su tiempo no viese, no adivinase nada?
¡Oh, si eso fuera cierto, si hallándose tan cerca de la dicha no hubiera sabido aprovecharla!
Se resolvió. Lo ahogaban las dudas. Quería saber la verdad. ¡La verdad!
Se vistió de prisa, de cualquier modo, pensando:
«He cumplido sesenta y dos años; ella tiene cincuenta y ocho. Bien puedo permitirme la pregunta.»
Y salió.
La casa de Sandres estaba en la otra acera de la misma calle, casi frente a la casa de Saval.
La criada se extrañó de verle tan temprano.
-¡Usted por aquí a estas horas, señor Saval! ¿Ha ocurrido algo?
Saval contestó:
-Nada, hija mía. Pero di a la señora que necesito hablar con ella lo antes posible.
-La señora está en la cocina preparando confituras para el invierno y no está presentable para visitas, como usted puede suponer.
-Bueno; dile que necesito hacerle una pregunta importante.
La muchacha se fue y Saval recorría el salón con pasos nerviosos. Se sentía desligado, resuelto en semejante ocasión. ¡Oh! Iba entonces a preguntarle aquello como le hubiera preguntado por una receta de cocina. ¡Tenía ya sesenta y dos años!
Se abrió la puerta y entró la señora. Era ya una matrona muy abultada, con las mejillas redondas y la risa fácil y sonora. Su gordura no le permitía fácilmente acercar los brazos al talle y elevaba los brazos desnudos y salpicados de almíbar. Al entrar pregunto con inquietud:
-¿Qué le ocurre a usted, amigo mío; está enfermo?
Y él respondió:
-No estoy enfermo, amiga y señora; pero me escarabajea una duda, para mí de mucha importancia, que me oprime el corazón, y vengo a que usted me la resuelva. ¿Promete contestarme con sinceridad?
Ella sonrió, diciendo:
-He sido siempre muy sincera. Pregunte.
-Pues ahí va. Yo he vivido enamorado, queriendo a usted siempre, desde que la vi por vez primera. ¿Usted lo sospechaba?
Ella contestó, riendo, con algo de la ternura que impregnó en otro tiempo sus palabras:
-¡Tonto, más que tonto! Lo supe desde el primer día.
Saval, temblando, balbució:
-¿Usted lo sabía? Entonces...
Y se contuvo.
Ella preguntó:
-Entonces... ¿qué?
Saval, decidiéndose, continúo:
-Entonces, ¿qué pensaba usted? ¿Qué..., qué..., qué me hubiera contestado?
Ella, riendo mucho, mientras una gota de almíbar se deslizaba por sus dedos, le dijo:
-Como usted nada preguntó... ¡No era cosa de que yo me declarase!
Avanzando hacia ella, Saval insistía:
-Dígame, dígame... ¿Recuerda usted una tarde, cuando Sandres se durmió sobre la hierba, después de almorzar, y nos fuimos juntos, del brazo, lejos?...
Se detuvo. La señora no dejaba de reír, mirándole fijamente a ojos.
-¡Vaya si me acuerdo!
Saval prosiguió, estremeciéndose:
-Pues, bueno; si aquel día yo hubiera sido... yo hubiera sido... más osado..., ¿qué hubiera hecho usted?
Ella, sonriendo como una mujer dichosa, que no tiene de qué arrepentirse ni desea nada, respondió francamente, con voz clara y una punta de ironía:
-Hubiera cedido seguramente.
Y dejándole plantado volvió a cocina.

V
Saval salió a la calle aterrado como después de un desastre. Andaba como impulsado por un instinto en dirección al río, sin pensar a dónde iba, mojándose, porque llovía mucho. Su traje chorreaba; su sombrero, deformado, parecía un canal. Y andaba sin descanso hasta llegar al sitio donde almorzaron aquella mañana. El recuerdo lejano le torturaba el corazón.
Se sentó al pie de los árboles, desnudos ya de hojas, y lloró.
FIN