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miércoles, 30 de octubre de 2013

"Preciada puerta", por el autor norteamericano William Goyen


Preciada puerta
[Cuento. Texto completo.]William Goyen
-Hay alguien tirado en el campo -vino a decirnos mi hermanito.Eran las ocho en punto de la mañana y hacía tanto calor que la hierba despedía humo y los saltamontes cantaban. Durante días, había corrido la voz de que llegaba un huracán. Desde ayer sentíamos sus indicios: una quietud en el aire seguida por la abrupta ondulación del viento; el cielo parecía más alto y se veía lavado.
-Debe ser un molinero borracho que duerme en el pasto o un vagabundo. Hasta puede ser tu tío Bud, quién sabe -me dijo mi padre-. Ve a ver qué es.
-Ven conmigo -le pedí-. Tengo miedo.
Encontramos a una pobre criatura golpeada que no respondía a los llamados de mi padre. Llevamos a la persona inconsciente a la galería trasera y la acostamos en el sillón.
-Me gustaría que no dejes que los chicos vean eso -dijo mi madre antes de replegarse en la oscuridad de la casa como en su caparazón.
-Quizás esté muriendo -dijo mi padre-. No podemos ponerlo de pie. Llama al médico, hijo. Después, trae un poco de agua caliente.
Mi padre intentó despertar al hombre con un fuerte "eh". Luego, bajó la voz en una suave invocación y le dijo: "Eh, amigo. Hola, hola...".
El amigo maltratado no se movió. Respiraba de manera pesada, casi mezquina. El agua caliente lavó apenas la sangre, que formaba algo así como una pasta en los labios y las mejillas. Después, un poco de agua fría bastó para echar hacia atrás su pelo oscuro. Entonces, cuando su rostro y su aspecto se hicieron nítidos para nosotros, vimos lo que habría sido una hermosa joven si hubiese sido una chica, pero era un hombre. Algo brillaba en el rostro dañado y supimos que habíamos traído a casa, desde el pastizal del molino, a una persona especial. Cuando mi padre le quitó la camisa manchada, vio algo y les dijo a los chicos (yo tenía doce y era el mayor) que salieran al patio. No me alejé mucho. Me escondí bajo el jazmín amarillo, contra el mosquitero, y oí.
"Amigo, puede que no lo logres", decía mi padre, "si el médico no se apura. Alguien te ha lastimado con un cuchillo." En otro momento, oí que mi padre preguntaba: "¿Quién te hizo esto? ¿Quién te cortó así?". Ningún sonido provenía del extraño. "¿Eh?", insistió mi padre con ternura. "¿Quién te lastimó así? ¿Eh? No puede oírme y no puede hablar. Bueno, intenta descansar hasta que llegue el médico", escuché decir a mi padre.
En ese momento, me sentí apenado por el desconocido que yacía en silencio, tan apenado que de pronto lloré bajo el jazmín amarillo.
El huracán que, decían, se acercaba a nosotros desde el extremo sur del Golfo seguía llegando. Podíamos olerlo. El viento rápido, seguido por la lluvia, se cernía sobre nosotros, se iba de golpe y retornaba. En ese momento, estaba cerca de nosotros y mi padre adivinó que iba a alcanzarnos. Las tormentas asustaban a mi padre, que no le temía a casi nada. Tenía miedo en nuestra vieja casa y siempre nos llevaba al sótano de la escuela.
-Mary, ve con los chicos a la escuela, rápido -dijo mi padre.
Corrí adentro de la casa.
-Me quedo con mi padre y con el hombre herido -anuncié.
Casi se arma una discusión, pero no había tiempo para eso y me di cuenta de que mi padre quería que me quedase.
La tormenta siguió acercándose y derribó la rama de un nogal, que quedó atravesada en el camino. La lluvia golpeó con violencia el costado de nuestra casa por unos minutos y luego se detuvo.
-Ahí viene -dijo mi padre-. No podemos quedarnos aquí, en esta galería cubierta. Asegura el mosquitero y recoge las cosas que están a la intemperie. Vamos a llevar al herido a la sala. ¿Cuál es tu nombre, amigo?
Vi que mi padre acercaba su oído a la boca del joven. Luego, lo alzó como si fuera un chico y lo llevó a la sala. Era una habitación fresca y sombría que solo se usaba en ocasiones especiales. Por lo visto, mi padre quería darle al herido lo mejor que tenía para ofrecer.
Arrastré las cosas hasta la galería y llevé un poco de leña a la sala.
-Pensé que podríamos encender la chimenea -anuncié.
-Está muy bien -dijo mi padre-. Sabes hacerlo, como te enseñé.
Vi que había hecho un camastro en el suelo con los almohadones del viejo sillón.
-Ayúdame a poner a nuestro amigo en el camastro -me pidió mi padre.
Levantamos a nuestro amigo. Al principio, me dio miedo tocarlo pero su cuerpo se sentía amigable en mis brazos inseguros, como si fuera algo mío. Lo sentía querido por mí. Mi padre debió haber sentido lo mismo porque su rostro parecía lleno de suavidad a la luz del fuego. El fuego marchaba bien y daba luz y calor. De pronto, hacía cobrar vida, en la pared, a los rostros de mi abuela y mi abuelo, que habían hecho fogatas en esa chimenea. Nos miraban desde sus marcos polvorientos. El hombre murmuró:
-Gracias.
-Dios te bendiga, amigo -dijo mi padre.
Palmeé la cabeza del hombre. El aire quedó cautivo en mi garganta... él estaba con nosotros.
La tormenta seguía ahí, se nos venía encima. Nuestra casita empezó a temblar y a crujir. Aunque no dijimos nada, mi padre y yo teníamos miedo de que el doctor Browder no pudiera salir. Vimos el camino de tierra frente a la casa. Era una corriente fluida. Luego vimos, gracias a un relámpago, los árboles caídos sobre el camino, un poco más lejos, y supimos que el doctor nunca iba a llegar.
Mi padre y yo empezamos a curar al desconocido. Lavamos sus heridas. Mi padre rezó a la luz amarilla del fuego, en la casita endeble que mi abuelo había construido para su familia. Su techo y sus paredes habían sido un refugio seguro para varias generaciones, un amparo ante un mundo que a lo sumo se extendía hasta unos pocos pueblos cercanos. Mi padre rezaba con su mano de carpintero apoyada en la frente del hombre que sufría. Le daba la otra mano con amor y esperanza. Entonces escuché las palabras de mi padre:
-Está muerto.
De rodillas, elevamos una plegaria al Señor junto al camastro que ocupaba el muerto desconocido. Sobre nuestro rezo repicaban los rítmicos golpes del viento contra algo de metal que quizá fuera nuestra bañera. Mi padre dijo:
-Se parece a alguien.
En ese momento, supe que era así porque vi su frente -de algún modo, bendita-, vi sus labios pálidos y carnosos y su amargo pelo oscuro, tan familiar como el de un pariente. El viento repicaba contra la bañera.
El corazón me pesaba y me dolía. Sentí que mi rostro se inundaba, pero las lágrimas tardaban en llegar y, cuando llegaron, lloré en voz alta. Mi padre me sostuvo entre sus brazos y me meció como si tuviera tres años, como hacía cuando yo tenía tres. Lo oí llorar. Sentí, por primera vez, el amor que una persona puede tener por alguien a quien no conoció, por un extraño que de pronto se vuelve cercano. El amor exaltado que sentía por el extraño visitante colmaba la sala. Entonces, con un anhelo que no había experimentado hasta esa noche, hasta esa brava y tierna noche en nuestra sala, en ese pueblito escondido, deseé conocer algún día el amor de una persona sin importar cuán amarga pudiera ser su pérdida.
El huracán azotaba nuestra casa, nuestros árboles y tierras. Los relámpagos nos dejaban ver lo que la tormenta ya le había hecho al mundo.
-Este debe ser el peor que ha golpeado al país -dijo mi padre-. Que Dios sostenga el techo que protege nuestras cabezas y reciba el espíritu de este pobre hombre.
-Y que también proteja a mamá, a mi hermana y a Joe en el sótano de la escuela -agregué.
La inundación subió hasta la galería delantera. Nos sentamos solos, con el desconocido. Mi padre lo había lavado, le había quitado la ropa y lo había vestido con una camisa limpia y pantalones de trabajo. El ser muerto era una presencia en la sala. Esperamos.
El sol se extinguía. Se hundía en las aguas que cubrían el pueblo en esa tarde incierta. Miramos hacia afuera y vimos un mundo de cosas que pasaban flotando. Nosotros mismos nos sentíamos a flote. Entonces empezó a llover otra vez, justo desde la luz del sol, que se apagó. Se puso muy oscuro.
-Estamos perdidos -me dijo mi padre-. Todos seremos arrastrados por el agua.
-Dios, por favor, que pare la lluvia -recé.
El fuego había consumido nuestra reserva de leña y se deshacía con rapidez.
-Hijo, ve a buscar una vela a la habitación -pidió mi padre-. Vamos a ponerla al lado del cuerpo para que no se quede en la oscuridad.
Cuando mi padre llamó "el cuerpo" al extraño, tuve, por primera vez, un sentimiento de pérdida y dolor. Nuestro amigo, a quien yo quería y lloraba como a alguien conocido, se había marchado. Solo quedaba "el cuerpo". Entonces comprendí la parte más dura de la muerte, el duelo en las tumbas, y lo que con tanta amargura se daba por vencido allí. Era el cuerpo.
Lo que interrumpió nuestra mañana fue una figura en la ventana. Una figura en harapos, con los pelos al viento, con ojos bravos, con cara de terror, que miraba a través de la cortina de agua.
-Hay alguien -le susurré a mi padre-, alguien en la tormenta, alguien que quiere entrar.
-Maldita sea. Ayúdanos, Señor -gritó mi padre, asustado como nunca lo había visto.
Luchamos con la puerta delantera. Cuando abrimos el cerrojo, una ráfaga la lanzó contra nosotros y nos tiró al suelo. Fue como si lanzara a la figura, como si la empujara de un soplido.
Vimos que era un hombre joven con ropa andrajosa y barba espesa. Entre los tres, logramos cerrar la puerta. La afirmamos con un pesado perchero de roble inmemorial que estaba en la entrada, en el mismo lugar en que había estado siempre. De pronto, tenía vida.
-Es la peor tormenta que he visto en mi vida -le dijo mi padre al hombre.
El hombre asintió y pudimos ver que era joven. Fuimos a la sala, atraídos por la luz de la vela y del fuego. Vio al hombre en el camastro y se abalanzó sobre él. Cayó de rodillas, lloró y derramó lágrimas sobre el hombre muerto. Mi padre y yo esperamos, con la cabeza gacha, unidos en la confusión, ante el sonido ardiente del fuego y el suave llanto del joven. Finalmente, mi padre dijo:
-Estaba tirado en el campo. Tratamos de ayudarlo.
El hombre permaneció de rodillas junto a la figura que estaba en el camastro. Lloraba y murmuraba:
-Chico, chico, chico, chico...
Mi padre se acercó al hombre, que estaba de rodillas, y le puso una manta sobre los hombros. Dijo con suavidad:
-Voy a traer un poco de café caliente, amigo.
A solas con los dos hombres, con el muerto y el vivo, sentía miedo, pero estaba lleno de piedad. Escuché que el hombre hablaba suavemente, en un lenguaje entrecortado que yo no podía entender -porque quizás estaba demasiado sofocado por el asombro-. Entonces, oí que decía, con claridad:
-Pon tu cabeza en mi pecho, chico. Aquí. Bien, bien, chico. Ahora está bien. Ahora estás bien. Tu cabeza está en mi pecho, bien, bien.
Mi padre entró con el café y lo dejó en el suelo, al lado del deudo.
-Ahora, siéntese -le dijo- y entre en calor.
El hombre se sentó y se echó la manta sobre los hombros. Mi padre le preguntó su nombre.
-Ben -dijo-. Él y yo somos hermanos. Yo lo crié.
No quiso tomar el café. Bajó la vista hacia la figura de su hermano y dijo:
-Estábamos en un furgón, regresábamos de Memphis. Íbamos al puerto de Houston. Teníamos un plan.
Entonces, gritó suavemente:
-No quería lastimarlo, juro por Dios que no quería lastimarlo.
Se llevó la cabeza de su hermano al pecho y lo acunó. Mi padre y yo estábamos sentados sobre los resortes fríos del sofá cuyos almohadones eran el camastro del muerto. Yo podía sentir el amparo del brazo de mi padre, que apretaba mi cabeza contra su pecho. Sentí un amor perpetuo hacia él, hacia mi padre. Sin embargo, en mi cabeza resonaban las palabras de Ben: "Teníamos un plan". Mi sangre se aceleró, colmada de esperanza, de la esperanza de poseer el valor de ser tierno como ese hombre, si es que tendría la suerte de que alguien aceptara mi ternura; de la esperanza de compartir un plan con alguien. Supe que buscaría eso en mi vida. Quién iba a detenerme o a decirme que nunca tendría esa ternura inefable que sentía crecer en mi pecho mientras la sangre corría en mi interior. Era el regalo de Ben para su hermano y para mí. Sentí que esa pasión me había estado cegando y que había recuperado la vista. Vi que Ben alzaba del camastro el cuerpo de su hermano.
-Gracias por atenderlo -nos dijo, solemne, y se dio vuelta para irse-. Ahora, mi hermano y yo vamos a irnos.
-Si salen, van a ahogarse -dijo mi padre-. Espere hasta que pase la inundación, por amor de Dios.
Mi padre se paró frente a Ben para detenerlo, pero Ben dijo, con un dejo de oscuridad en la voz:
-Fuera de mi camino, amigo.
Ben se iba. Sostenía el cuerpo contra su pecho. Mi padre y yo nos quedamos quietos mientras nuestros visitantes, que habían venido de la inundación, regresaban a ella por la puerta tapiada.
-Hasta luego, hasta luego -susurré.
-Que Dios los acompañe y me perdone por dejar ir a un hombre que mató a su hermano -dijo mi padre casi para sí.
Vimos, a través de la ventana, a los hermanos que se iban en medio del agua bajo la luz menguante del día. Ben llevaba en sus brazos el cuerpo de su hermano y oprimía su cabeza contra su pecho.
-No van a lograrlo -dijo mi padre.
-¿Adónde van?
-Están en manos de Dios -respondió mi padre-. Aunque Ben sea un asesino, creo que está perdonado porque regresó y se disculpó. El amor de Dios obra por medio de la reconciliación.
-Padre -pregunté-, ¿qué es reconciliación?
-Volver a unirse en paz -respondió mi padre-. Aunque entre estos dos hermanos hubo padecimiento, se han reunido otra vez en paz.
Los dos hombres de la "reconciliación", que se habían reunido en paz otra vez, desaparecieron en medio de la lluvia gris, entre las aguas crecidas. Mis ojos se aferraron a ellos hasta que dejé de verlos. Quería rescatar a esos hermanos, a esos enemigos que se querían, de la llovizna en que se disolvían.
Los días que siguieron a la lluvia fueron peores que la lluvia. El río se hinchó y cubrió granjas y caminos y mucha gente se sentó sobre los techos de sus casas. Aunque el agua que nos rodeaba fue a dar a las tierras bajas (estábamos en un alto), mi padre y yo quedamos abandonados. El sol traía un calor nuevo. El mundo estaba empapado y había un olor a cosas mojadas y cosas podridas. Había víboras, ranas toro que gemían, pavos reales que gritaban en los árboles y rojos cangrejos de río que saltaban en el barro.
En nuestra casa aislada y remota, en la extrañeza de esos días, lloré muchas veces por Ben y por su hermano. Había nacido en mí un sentimiento oscuro que comenzaba a despejarse de a poco. Un hombre en bote se detuvo para contarnos los prodigios de la tormenta. Nos dijo que había algodón de enebro tirado sobre una vasta superficie de agua, como si se tratase de flores blancas; que mil leños del aserradero se habían perdido; que el campanario de una iglesia había sido arrastrado con campana y todo y que no solo se mantenía milagrosamente a flote sino que, además, seguía sonando como si fuese una boya, cerca del puente de Trinity.
Durante un tiempo, en distintos pueblos reportaron que habían visto una puerta que flotaba con los cuerpos de dos hombres por el ancho río. En un pueblo, la gente dijo que, al pasar por allí, la balsa se había arremolinado en la corriente, como poseída por un demonio, pero, que aunque los hombres seguían encima de ella, se creía que estaban muertos. Cerca de la boca del río, donde el agua fluye hacia el Golfo, dijeron que la puerta montaba las crestas de unos rápidos con tal serenidad que era fácil ver a los dos hombres -uno, vivo y feroz, sostenía al otro, muerto-. Después de eso, esperé otros reportes, pero no hubo más noticias sobre la preciada puerta.
FIN

miércoles, 15 de mayo de 2013

Cuento policial - Marco Denevi - Ciudad Seva

Cuento policial - Marco Denevi - Ciudad Seva:

Cuento policial[Cuento. Texto completo.]Marco Denevi
Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.
FIN

miércoles, 8 de mayo de 2013

La Nave Blanca - H.P. Lovecraft - Ciudad Seva

La Nave Blanca - H.P. Lovecraft - Ciudad Seva:

La Nave Blanca[Cuento. Texto completo.]H.P. Lovecraft
Soy Basil Elton, guardián del faro de Punta Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Lejos de la costa, la torre gris del faro se alza sobre rocas hundidas y cubiertas de limo que emergen al bajar la marea y se vuelven invisibles cuando sube. Por delante de ese faro, pasan desde hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares. En los tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy, son tan pocas que a veces me siento extrañamente solo, como si fuese el último hombre de nuestro planeta.De lejanas costas venían aquellas embarcaciones de blanco velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y me entusiasmaba lo prodigioso.
Pero más prodigioso que el saber de los viejos y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he observado y escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me contaba sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos; pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se han abierto para concederme visiones fugaces de las rutas que hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca solía venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y silenciosa sobre el mar. Y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas. Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La luna brillaba en todo su esplendor la noche en que respondí a su llamada, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre que me había llamado pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las horas se llenaron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella luna llena y tierna doraba con su esplendor.
Y cuando amaneció el día, sonrosado y luminoso, contemplé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades fosforescentes del océano. Había también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca se alejaba en silencio de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una importante ciudad; y me dijo el hombre barbado:
-Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente desentrañar.
Miré otra vez, desde más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las cuales asomaban tan sólo algunos tejados misteriosos y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo:
-Muchos son los que han entrado a Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan tan sólo demonios y locas entidades que ya no son humanas, y sus calles están blancas con los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad.
Así, la Nave Blanca reemprendió su viaje, dejando atrás las murallas de Talarión; y durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido.
Después llegamos a una costa plácida y riente, donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras arboledas y radiantes cenadores se caldeaban bajo un sol meridional. De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban canciones y fragmentos de lírica armonía salpicados de risas ligeras, tan deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más, en mis ansias por llegar a aquel lugar. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los prados floridos y los bosques frondosos, y trajo una fragancia que me hizo temblar. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo:
-Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados.
Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, impelida por brisas fragantes y acariciadoras. Navegamos día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz de la luna, en el puerto de Sona-Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verdeante por un puente dorado que tendieron los rayos de la luna.
En el país de Sona-Nyl no existen el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos evos. Verdes son las arboledas y los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores delicadas. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos apiñados y cobijados en el regazo de valles verdeantes y ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca.
Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo:
-Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona-Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?
Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave Blanca, y abandoné con el renuente hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares inexplorados.
Y el pájaro celestial nos precedió con su vuelo, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían. "Cathuria", me decía, "es la morada de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes argentinas en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las ciudades de Cathuria son todas palacios, construidos junto a un fragante canal que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su techumbre es de oro puro, y está sostenida por altos pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria".
Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado nadie.
Y cuando hizo treinta y un días que seguíamos al pájaro, avistamos las columnas basálticas de Occidente. Una niebla las envolvía, de forma que nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas basálticas de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las mejillas:
-Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han vencido.
Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.
El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.
Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes.
Después, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás.
FIN

miércoles, 1 de mayo de 2013

Meter el diablo en el infierno - Giovanni Boccaccio - Ciudad Seva

Meter el diablo en el infierno - Giovanni Boccaccio - Ciudad Seva:

Meter el diablo en el infierno[Cuento. Texto completo.]Giovanni Boccaccio
En la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin decir nada a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién le enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:-Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.
Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de éste estas mismas palabras, yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo que a los otros les había hecho. El cual, por querer poner su firmeza a una fuerte prueba, no como los demás la mandó irse, o seguir más adelante, sino que la retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase. Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra las fuerzas de éste, el cual, encontrándose muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos volvió las espaldas y se entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la juventud y la hermosura de ésta comenzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en qué modo debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.
Y probando primero con ciertas preguntas que no había nunca conocido a hombre averiguó, y que tan simple era como parecía, por lo que pensó cómo, bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y primeramente con muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y luego le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios era meter al demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor lo había condenado. La jovencita le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:
-Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me veas hacer. Y empezó a desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se quedó completamente desnudo, y lo mismo hizo la muchacha; y se puso de rodillas a guisa de quien rezar quisiese y contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así, sintiéndose Rústico más que nunca inflamado en su deseo al verla tan hermosa, sucedió la resurrección de la carne; y mirándola Alibech, y maravillándose, dijo:
-Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así se te sale hacia afuera y yo no la tengo?
-Oh, hija mía -dijo Rústico-, es el diablo de que te he hablado; ya ves, me causa grandísima molestia, tanto que apenas puedo soportarlo.
Entonces dijo la joven:
-Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese diablo.
Dijo Rústico:
-Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.
Dijo Alibech:
-¿El qué?
Rústico le dijo:
-Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has venido a estos lugares, como dices.
La joven, de buena fe, repuso:
-Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.
Dijo entonces Rústico:
-Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar tranquilo.
Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios. La joven, que nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un poco de dolor, por lo que dijo a Rústico:
-Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se mete dentro.
Dijo Rústico:
-Hija, no sucederá siempre así.
Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo. Pero volviéndole luego muchas veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre obediente a quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico:
-Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que tanto deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno; y por ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que en servir a Dios se ocupa es un animal.
Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le decía:
-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.
Haciendo lo cual, decía alguna vez:
-Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.
Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al servicio de Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones sentía frío en que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la joven que al diablo no había que castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él, por soberbia, levantase la cabeza:
-Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios quedarse en paz.
Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico no le pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:
-Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno no me deja tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la rabia de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la soberbia a tu diablo.
Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno, pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de un león; de lo que la joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa Alibech de todos sus bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta estaba viva, poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio. Las mujeres preguntaron:
-¿Cómo se mete al diablo en el infierno?
La joven, entre palabras y gestos, se los mostró; de lo que tanto se rieron que todavía se ríen, y dijeron:
-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.
Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.
FIN

miércoles, 24 de abril de 2013

Un artista del trapecio - Franz Kafka - Ciudad Seva

Un artista del trapecio - Franz Kafka - Ciudad Seva:

Un artista del trapecio[Cuento. Texto completo.]Franz Kafka
Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.
Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.
Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.
Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.
FIN

domingo, 21 de abril de 2013

(17) Cuentos Rusos *El Rey del Frío* - Taringa!

(17) Cuentos Rusos *El Rey del Frío* - Taringa!:


Cuentos Rusos *El Rey del Frío*

Érase que se era un viejo que vivía con su mujer, también anciana, y con sus tres hijas, la mayor de las cuales era hijastra de aquélla. Como sucede casi siempre, la madrastra no dejaba nunca en paz a la pobre muchacha y la regañaba constantemente por cualquier pretexto. 

-¡Qué perezosa y sucia eres! ¿Dónde pusiste la escoba? ¿Qué has hecho de la badila? ¡Qué sucio está este suelo! 

 

Y, sin embargo, Marfutka podía servir muy bien de modelo, pues, además de linda, era muy trabajadora y modesta. Se levantaba al amanecer, iba en busca de leña y de agua, encendía la lumbre, barría, daba de comer al ganado y se esforzaba en agradar a su madrastra, soportando pacientemente cuantos reproches, siempre injustos, le hacía. Sólo cuando ya no podía más se sentaba en un rincón, donde se consolaba llorando. 

Sus hermanas, con el ejemplo que recibían de su madre, le dirigían frecuentes insultos y la mortificaban grandemente; acostumbraban a levantarse tarde, se lavaban con el agua que Marfutka había preparado para sí y se secaban con su toalla limpia. Después de haber comido es cuando solían ponerse a trabajar. 
 
El viejo se compadecía de su hija mayor, pero no sabía cómo intervenir en su favor, pues su mujer, que era la que mandaba en aquella casa, no le permitía nunca dar su opinión. 

Las hijas fueron creciendo, llegaron a la edad de buscarles marido, y los ancianos calculaban el modo de casarlas lo mejor posible. El padre deseaba que las tres tuviesen acierto en la elección; pero la madre sólo pensaba en sus dos hijas y no en la hijastra. Un día se le ocurrió una idea perversa, y dijo a su marido: 
 
-Oye, viejo, ya es hora de que casemos a Marfutka, pues pienso que mientras ella no se case tal vez suceda que las niñas pierdan un buen partido; así es que nos tenemos que deshacer de ella casándola lo antes posible. 

-¡Bien! -dijo el marido, echándose sobre la estufa. 

Entonces la vieja continuó: 

 

-Yo ya le tengo elegido un novio; así es que mañana te levantarás al amanecer, engancharás el caballo al trineo y partirás con Marfutka; pero no te diré dónde debes ir hasta que llegue el momento de marchar. 

Luego, dirigiéndose a su hijastra, le habló así: 

-Y tú, hijita querida, meterás todas tus cosas en tu baulito y te vestirás con tus mejores galas, pues tienes que acompañar a tu padre a una visita. 

Al día siguiente Marfutka se levantó al amanecer, se lavó cuidadosamente, recitó sus oraciones, saludó al padre y a la madre, puso lo poco que tenía en el pequeño baúl y se engalanó con su mejor vestido. Resultaba una novia hermosísima. 
 

El viejo, cuando hubo enganchado el caballo al trineo, lo puso ante la puerta de la cabaña y dijo: 

-Ya está todo listo; y tú, Marfutka, ¿estás también preparada? 

-Sí, estoy pronta, padre mío. 

-Bien -dijo la madrastra-; ahora es preciso que coman. 

El anciano padre, lleno de asombro, pensó: «¿Por qué se sentirá hoy tan generosa la vieja?» 

Cuando terminaba la colación, dijo la esposa al asombrado viejo y a su hijastra: 

 

-Te he desposado, Marfutka, con el Rey del Frío. No es un novio joven ni apuesto, pero es, en cambio, riquísimo, y ¿qué más puedes desear? Con el tiempo llegarás a quererlo. 

El anciano dejó caer la cuchara, que aún tenía en la mano, y con los ojos llenos de espanto miró suplicante a su mujer. 

-Por Dios, mujer -lo dijo-. ¿Perdiste el juicio? 

-No sirve ya que protestes; ¡está decidido, y basta! ¿No es acaso un novio rico? Pues entonces, ¿de qué quejarse? Todos los abetos, pinos y abedules los tiene cubiertos de plata. No tendrán que andar mucho; irán directamente hasta la primera bifurcación del camino, luego tirarán hacia la derecha, entrarán en el bosque, y cuando hayan corrido unas cuantas leguas verán un pino altísimo y allí quedará depositada Marfutka. Fíjate bien en el sitio que te digo para no olvidarlo, pues mañana volverás para hacerle una visita a la recién casada. ¡Ánimo, pues! Es preciso que no pierdan tiempo. 

 

Era un invierno crudísimo el de aquel año; cubrían la tierra enormes montones de nieve helada y los pájaros caían muertos de frío cuando intentaban volar. El desesperado viejo abandonó el banco en que estaba sentado, acomodó en el trineo el equipaje de su hija, mandando a ésta que se abrigara bien con la pelliza, y al fin se pusieron los dos en camino. 

Cuando llegaron al bosque se internaron en él. Era un bosque frondoso, y tan espeso que parecía infranqueable. Al llegar bajo el altísimo pino hicieron alto, y el viejo dijo a su hija: 

-Baja, hija mía. 

Marfutka lo obedeció y su padre descargó del trineo el baulito, que puso al pie del árbol. Hizo que su hija se sentara sobre él y dijo: 
 

-Espera aquí a tu prometido y acógelo cariñosamente. 

Se despidieron y el padre volvió a tomar el camino de su casa. 

La pobre niña, al quedar sola al pie del altísimo pino, sentada sobre su baúl, sintió gran tristeza. Al poco rato empezó a tiritar, pues hacía un frío intensísimo que la iba invadiendo poco a poco. De pronto oyó allá a lo lejos al Rey del Frío, que hacía gemir al bosque saltando de un abeto a otro. Por fin llegó hasta el pino altísimo, y al descubrir a Marfutka le dijo: 

-Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa? 

-No, no tengo frío, abuelito -contestó la infeliz muchacha, mientras daba diente con diente. 

El Rey del Frío fue descendiendo, haciendo gemir al pino más y más, y ya muy cerca de Marfutka volvió a preguntarle: 

-Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa? 

Y la pobrecita niña no le pudo responder porque ya empezaba a quedarse helada. 

Entonces el rey sintió gran compasión por ella y la arropó bien con abrigos de pieles y le prodigó mil caricias. Luego le regaló un cofrecillo en el que había mil prendas lujosas y de valor, un capote forrado de raso y muchísimas piedras preciosas. 

-Me conmoviste, niña, con tu docilidad y paciencia. 

La perversa madrastra se levantó con el alba y se puso a freír buñuelos para celebrar la muerte de Marfutka. 

 

-Ahora -dijo a su marido- vete a felicitar a los recién casados. 

El viejo, pacientemente, enganchó el caballo al trineo y se marchó. Cuando llegó al pie del pino no daba crédito a sus ojos: Marfutka estaba sentada sobre el baúl, como la dejó la víspera, sólo que muy contenta y abrigada con un precioso abrigo de pieles; adornaba sus orejas con magníficos pendientes y a su lado se veía un soberbio cofre de plata repujada. 

Cargó el viejo todo este tesoro en el trineo, hizo subir en él a su hija y, sentándose a su vez, arreó al caballo camino de su cabaña. 

Mientras tanto, la vieja, que seguía su tarea de freír buñuelos, sintió que el Perrillo ladraba debajo del banco: 

-¡Guau! ¡Guau! Marfutka viene cargada de tesoros. 

Se incomodó la vieja al oírlo, y la rabia le hizo coger un leño, que tiró al can. 

-¡Mientes, maldito! El viejo trae solamente los huesecitos de Marfutka. 

Al fin se sintió llegar al trineo y la vieja se apresuró a salir a la puerta. Quedó asombrada. Marfutka venía más hermosa que nunca, sentada junto a su padre y ataviada ricamente. Junto a sí traía el cofre de plata que encerraba los regalos del Rey del Frío. 

La madrastra disimuló su rabia, acogiendo con muestras de alegría y cariño a la muchacha, y la invitó a entrar en la cabaña, haciéndola sentar en el sitio de honor, debajo de las imágenes. 

 

Sus dos hermanas sintieron gran envidia al ver los ricos presentes que le había hecho el Rey del Frío, y pidieron a su madre que las llevara al bosque para hacer una visita a tan espléndido señor. 

-También nos regalará a nosotras -dijeron-, pues somos tan hermosas o más que Marfutka. 

A la siguiente mañana la madre dio de comer a sus hijas, hizo que se vistieran con sus mejores vestidos y preparó todas las cosas necesarias para el viaje. Se despidieron ellas de su madre y, acompañadas del viejo, partieron hacia el mismo sitio donde quedara la víspera su hermana mayor. Y allí, bajo el pino altísimo, las dejó su padre. 

Sentáronse las dos jóvenes una junto a otra, decididas a esperar y entretenidas en calcular las enormes riquezas del Rey del Frío. Llevaban bonísimos abrigos; pero, no obstante, empezaron a sentir mucho frío. 

-¿Dónde se habrá metido ese rey? -dijo una de ellas-. Si continuamos así mucho rato llegaremos a helarnos. 

-¿Y qué vamos a hacer? -dijo la otra-. ¿Te figuras tú que novios del rango del Rey del Frío se apresuran por ir a ver a sus prometidas? Y a propósito: ¿a quién crees tú que elegirá, a ti o a mí? 

-Desde luego creo que a mí, porque soy la mayor. 

-No, te engañas; me escogerá a mí. 

-¡Serás tonta! 

Se enzarzaron de palabras y concluyeron por reñir seriamente. Y riñeron, riñeron, hasta que de repente oyeron al Rey del Frío, que hacía gemir al bosque saltando de un abeto a otro. 

Enmudecieron las jóvenes y sintieron al fin sobre el pino altísimo a su presunto prometido, que les decía: 

-Doncellitas, doncellitas, ¿tienen frío? ¿Tienen frío, hermosas? 

 

-¡Oh, sí, abuelo! Sentimos demasiado frío. ¡Un frío enorme! Esperándote, casi nos hemos quedado heladas. ¿Dónde te metiste para no llegar hasta ahora? 

Descendió un tanto el Rey del Frío, haciendo gemir más y más al pino, y volvió a preguntarles: 

-Doncellitas, doncellitas, ¿tienen frío? ¿Tienen frío, hermosas? 

-¡Vete allá, viejo estúpido! Nos tienes medio heladas y todavía nos preguntas si tenemos frío. ¡Vaya! ¡Mira que venir encima con burlas! Danos de una vez los regalos o nos marcharemos inmediatamente de aquí. 

 

Bajó entonces el Rey del Frío hasta el mismo suelo e insistió en la pregunta: 

-Doncellitas, doncellitas, ¿tienen frío? ¿Tienen frío, hermosas? 

Sintieron tal ira las hijas de la vieja, que ni siquiera se dignaron contestarle, y entonces el rey sintió también enojo y las aventó de tal modo que las jóvenes quedaron yertas en la misma actitud violenta que tenían; y todavía el Rey del Frío esparció sobre ellas gran cantidad de escarcha, alejándose por fin del bosque, saltando de un abeto a otro y haciendo gemir las ramas de los árboles bajo su agudo soplo... 

Al día siguiente dijo la mujer a su esposo: 

-¡Anda, hombre! Engancha de una vez el trineo, pon gran cantidad de heno y lleva contigo la mejor manta, pues con seguridad que mis hijitas tendrán mucho frío. ¿No ves el tiempo que está haciendo? ¡Anda! ¡Ve de prisa! 

El anciano hizo todo lo que le decía su mujer y marchó en busca de las hijas. Al llegar al sitio del bosque donde quedaron las doncellas levantó las manos al cielo con gesto desesperado y lleno de estupor; sus dos hijas estaban muertas, sentadas al pie del altísimo pino. Fue preciso levantarlas para depositarlas en el trineo y dirigirse a casa. 

Entretanto la vieja preparaba una comida suculenta para regalar a sus hijas; pero el Perrito ladró esta vez de nuevo bajo el banco de este modo: 

-¡Guau! ¡Guau! Viene el viejo, pero sólo trae los huesecitos de tus hijas. 

La mujer, encolerizada, le tiró un leño. 

 

-¡Mientes, maldito! El viejo viene con nuestras hijas y traen además el trineo cargado de tesoros. 

Por fin llegó el anciano, y salió la esposa a recibirle; pero quedó como petrificada: sus dos hijas venían yertas tendidas sobre el trineo. 

-¿Qué hiciste, viejo idiota? -le dijo-. ¿Qué hiciste con mis hijas, con nuestras niñas adoradas? ¿Es que quieres que te golpee con el hurgón? 

-¡Qué quieres que le hagamos, mujer! -contestó el viejo con desesperado acento-. Todos hemos tenido la culpa: ellas, las infelices, por haber sentido envidia y deseo de riquezas; tú, por no haberlas disuadido, y yo he pecado siempre dejándote hacer cuanto te vino en gana. Ahora ya no tiene remedio. 

 

Se desesperó y lloró la mujer con lágrimas de amargura y se rebeló contra el marido; pero el tiempo mitigó penas y rencores y al final hicieron las paces. Y desde entonces fue menos despiadada con Marfutka, la que pasado algún tiempo se casó con un buen mozo, bailando los dos ancianos el día del desposorio. 

miércoles, 17 de abril de 2013

El secreto de la bella Ardiane - Villiers de L'Isle Adam - Ciudad Seva

El secreto de la bella Ardiane - Villiers de L'Isle Adam - Ciudad Seva:

El secreto de la bella Ardiane[Cuento. Texto completo.]Villiers de L'Isle Adam
La casita nueva del joven guarda forestal de Eaux-et-Forêts, Pier Albrun, dominaba desde una ladera el pueblo de Ypinx-les-Trembles, situado a dos leguas de Perpignan, no lejos de un valle de los Pirineos Orientales abierto sobre la planicie de Ruyssors que en dirección a España limitan grandes abetales.

Inclinado por encima de un torrente cuya espuma borboteaba entre rocas, el jardín, desde donde se lanzaban dando sombra a mil flores semisilvestres bosquecillos de adelfas y algarrobos, incensaba con vapor de pebeteros la risueña quinta, y altos ciruelos, escalonándose por detrás de ella, diseminaban al roce de las brisas pirenaicas, olores de bálsamo sobre el pueblo. Era todo un paraíso aquella pobre y bonita vivienda que ocupaba, junto a su joven esposa, aquel guapo muchacho de veintiocho años, de piel blanca y ojos de valiente.

Su querida Ardiane, llamada «la bella vasca» a causa de sus antepasados, había nacido en Ypinx-les-Trembles. Primero espigadora -flor de surcos-, luego henificadora, luego, como todas las huérfanas del lugar, cordelera-tejedora, había crecido en la casa de una vieja madrina que la había acogido antaño en su casucha y que, a cambio, la chica había alimentado con su trabajo y cuidado a la hora de la muerte. La juiciosa Ardiane Inféral se había distinguido siempre, pese a su excitante belleza, por una conducta irreprochable. De tal manera que Pier Albrun, ex furriel de los tiradores de África, luego, a su regreso, sargento instructor del cuerpo de bomberos de la ciudad, luego dispensado de servicio por las heridas sufridas en los incendios, nombrado finalmente, por actos de servicio, para ocupar el puesto de guarda forestal jefe, se había casado con Ardiane después de unos seis meses de besos y de noviazgo.

Aquella noche, junto a la ventana completamente abierta sobre un cielo estrellado, la bella Ardiane, con un collar de coral, sus mechones negros a lo largo de las mejillas pálidas, esbelta, con una bata blanca, sentada en el sillón de paja trenzada y con su hermoso hijo de ocho meses agotándole el pecho, miraba con sus ojos negros un poco fijos, el pueblo dormido, el campo lejano y, allá lejos el inquieto verdor de los abetos. Sus aletas nasales, arqueadas, se agitaban voluptuosamente al percibir los soplos de la noche saturados de efluvios de flores; la boca mostraba sus dientes irisados y muy blancos entre el puro dibujo de sus labios color de sangre; la mano derecha, con una alianza de oro en el anular, jugueteaba distraída entre los cabellos ensortijados de su «hombre» que, a sus pies, apoyaba sobre las rodillas de su esposa su cabeza franca y alegre, y que sonreía mirando a su pequeño.

A su alrededor, iluminada por una lámpara sobre una mesa, se hallaba su habitación nupcial de paredes revestidas de grueso papel azul claro donde destacaba el brillo de una carabina; cerca del amplio lecho blanco, deshecho, una cuna al pie de un crucifijo; sobre la chimenea, un espejo y cerca de un despertador, entre candeleros de cristal, un manojo de enebros rosáceos en una urna de arcilla pintada, delante de los dos retratos enmarcados de espartería.

¡Indudablemente, aquella casa era un paraíso! Sobre todo aquella noche. Pues, en la mañana de aquel hermoso día los alegres ladridos de los dos perros del joven guarda forestal habían anunciado a un visitante. Era un ordenanza enviado por el Prefecto de la ciudad, que le había entregado a Pier Albrun el ancho tubo de hojalata que contenía -¡oh, alegría inmensa!- la Cruz de Honor así como el diploma y la carta ministerial especificando los títulos y motivos que habían decidido la nominación. ¡Ah! ¡Cómo se la había leído en voz alta, al sol, en el jardín, con las manos temblorosas por un orgulloso placer, a su querida Ardiane! «Por actos de bravura en diversos encuentros durante su servicio en el cuerpo de tiradores argelinos, en África; por su intrépida conducta como sargento instructor de los bomberos del partido judicial durante los sucesivos incendios que, en 1883, había sufrido la comuna de Ypinx-les-Trembles, los numerosos salvamentos que había realizado así como las dos heridas que, conllevando su exención de servicio, le habían merecido su puesto de guarda forestal jefe, etc., etc.».

Era por ello por lo que aquella noche Pier Albun y su esposa se entretenían junto a la ventana recordando toda aquella jornada festiva; aún apretaba él en el hueco de su mano, sin cansarse de mirarla de vez en cuando, la Cruz de cinta muaré roja. Un velo de felicidad y de amor parecía envolver a los dos bajo el resplandor silencioso del firmamento.

Mientras tanto la bella Ardiane miraba soñadora, a lo lejos, ciertos trozos de muros ennegrecidos y destruidos entre las casas y las cabañas blancas del pueblo. Los habían dejado abandonados, sin reconstruirlos. El año anterior, efectivamente, en menos de un semestre, Ypinx-les-Trembles se había visto de repente iluminado siete veces, en noches sin luna, por siniestros inesperados en medio de los cuales habían perecido víctimas de todas las edades. Según los rumores, eran obra de vengativos contrabandistas que, mal acogidos en el pueblo, habían venido en varias ocasiones a provocar aquellos incendios y luego, desaparecidos en los abetales, escondidos en los bosquetes de mirtos y tiemblos, escapando a la gendarmería que no podía perseguirlos hasta allí, habían logrado llegar a la frontera y a los montes. Después, sin duda los criminales habían sido detenidos en el extranjero por otros crímenes y los siniestros habían cesado.

-¿En qué estás pensando? -susurró Pier besando los dedos de la pálida mano distraída que acababa de acariciarle el pelo y la frente.

-En esos muros negros de los que procede nuestra felicidad -respondió lentamente la vasca, sin volver la cabeza-. Mira (e indicó con el dedo una de aquella ruinas) en el fuego de esa granja volví a verte.

-Yo creía que nos vimos allí por vez primera -respondió él.

-No, fue la segunda -continuó Ardiane-. Yo te había visto diez días antes en la fiesta de Prades pero tú, malvado, ni siquiera te fijaste en mí. Por vez primera me latió el corazón y sentí locamente que tú eras mi hombre… desde ese instante decidí que sería tu mujer y ya sabes que lo que quiero, lo quiero.

Tras haber erguido la cabeza, Pier Albrun miraba también las ruinas entre las casas completamente blancas a la luz de la luna.

-¡Ah, reservada, no me lo habías dicho! -continuó él sonriendo-. Pero fue en el incendio de aquella gran cabaña de detrás de la iglesia cuando, queriendo en vano salvar al anciano matrimonio cuyos huesos ni siquiera se encontraron entre los escombros, una viga ardiendo me hirió y tú me hiciste venir a casa de tu anciana madrina, la tía Inféral, donde me cuidaste tan bien, reconfortándome con aquel buen vino caliente… ya listo… que podría haberse pensado que… Es igual, ¡aquellos pobres viejos! ¡El corazón se me oprime sólo con pensarlo!

-Yo los añoro menos -dijo la vasca-; los conocí cuando era niña; me pagaban mal mis hilos y mis cuerdas: tres sous, cinco sous, y refunfuñando; la vieja reía irónicamente al verme bella...y luego ¡cómo trató de calumniarme con su infame boca! ¡Y sin darle jamás nada a los pobres! Así que, puesto que todos somos mortales… ¿Para qué servían aquellos avariciosos? Si las quemadas hubiéramos sido nosotras, habrían dicho: ¡Bien hecho! Y lo mismo, más o menos, habrían dicho de los demás. No pienses más en ellos. Mira, aquélla era la cabaña Desjoncherêts: ésa sí que ardía de lo lindo ¿verdad? Ese día me besaste por primera vez, después, en nuestra casa. Habías salvado al niño; ¡cuánto esfuerzo te costó! ¡cómo te admiraba! Te dije que estabas muy guapo con tu casco de reflejos rojizos... Aquel beso... si supieras...

Luego tendió su mano hacia el exterior y su alianza brilló bajo un rayo de luz. Y prosiguió:

-Luego, mira, tras ésa nos comprometimos; tras aquélla fui tuya en el troje; y tras esa otra tú ganaste finalmente tu fuerte y querida herida, Pier… Por lo tanto, me gusta mirar esos agujeros oscuros, le debemos nuestra alegría, el buen puesto de guarda forestal, nuestra boda, y esta casita… en la que ha nacido nuestro hijo.

-Sí -dijo Pier Albrun- eso prueba que Dios saca bien del mal… Pero, no importa, si tuviera al alcance de mi carabina al trío de facinerosos…

Ella se volvió con los ojos graves; sus cejas, contraídas, se juntaron formando una línea negra.

-Cállate, Pier -dijo- ¿Nos corresponde a nosotros maldecir las manos que prendieron el fuego? Le debemos, como te digo, hasta esa Cruz que aprietas en tu puño. Reflexiona un poco, mi querido Pier: sabes bien que la ciudad sólo tiene un servicio contra incendios para los arrabales y los tres pueblos; Prades y Céret están demasiado lejos. Tú, pobre sargento de bomberos, siempre alerta, metido en el cuartel sin posibilidad de permisos, teniendo que tener constantemente listos para cualquier emergencia a tus hombres, sólo podías salir de aquella prisión para tu servicio. Una sola ausencia podía dejarte sin paga y sin grado. ¡Necesitabais una hora para venir cuando había fuego!... Yo trenzaba mi cáñamo a razón de cinco sous al día en Ypinx, con la temblorosa vieja a mi cargo… y el invierno era muy duro… ¿Cómo irme a vivir a la ciudad sin venderme un poco como las demás? Y como comprendes, tú, mi único hombre, ¡eso no podía ser! Luego sin todos esos hermosos siniestros, yo estaría aún torciendo cuerdas en las callejas, en el pueblo y tú, tú, andarías aún entre fuegos; no nos habríamos vuelto a ver, no habríamos hablado, ni nos hubiéramos unido. Créeme, ¡eso merece lo que les pasó a todos aquellos… indiferentes!

-¡Cruel, tienes sangre de volcán en las venas! -respondió Albrun.

-Además -prosiguió ella con una extraña sonrisa que hizo que él se sobresaltara- los contrabandistas tienen otras muchas cosas que hacer antes que venir a ensañarse por nada. ¡Quita pues! ¡Deja que los simples de aquí piensen que fueron ellos!

El guarda, sin darse cuenta de lo que sentía, la miró inquieto en silencio, luego:

-¿Entonces quién fue? -dijo-. Aquí todo el mundo se quiere, se conocen, no ha habido ladrones ni malhechores jamás. Nadie sino esos asesinos de aduaneros tenía interés en… ¿Qué mano se habría atrevido… por venganza… a…?

-¡Tal vez fuera por amor! -dijo la vasca- Mira, ya sabes, si me enamoro… cielo y tierra perecen antes de que… ¿Qué mano dices? Veamos, Pier… ¿Y si fuera la que tienes ahí bajo tus labios?

Albrun, que conocía bien a su mujer, sobrecogido, dejó caer la mano que besaba y sintió que el corazón se le helaba.

-¿Estás de broma, Ardiane?

Pero la salvaje criatura perfumada, la bella fiera, en un embriagador impulso de amor, lo atrajo por el cuello y con una voz entrecortada cuyo aliento quemó el oído del joven, le susurró, muy bajito, por debajo del cabello:

-¡Yo te adoraba, Pier! Estábamos en la indigencia y prenderle fuego a esos cuchitriles era la única forma de vernos, de pertenecernos el uno al otro y de tener a nuestro hijo.

Ante aquellas horribles palabras, Pier Albrun, el ex buen soldado, se había levantado con las ideas confundidas y vértigo en las pupilas. Aturdido, se tambaleaba. De repente, sin decir ni palabra, el guarda forestal lanzó por la ventana hacia las tinieblas, hacia el torrente, la Cruz de Honor y de foma tan violenta que una de las aristas de plata de aquella joya, arañó una roca al caer e hizo surgir una chispa antes de hundirse en la espuma. Luego hizo un gesto hacia el arma colgada en la pared; pero su mirada se encontró con los ojos dormidos de su hijo y se detuvo, lívido, cerrando los párpados.

-¡Que este niño sea sacerdote para que pueda absolverte! -dijo después de un gran silencio.

Pero la vasca era tan ardientemente bella que, hacia las cinco de la mañana, y como los persuasivos deseos iban cegando poco a poco la conciencia del joven, su terrible compañera terminó por parecerle dotada de un corazón heroico. En definitiva, Pier Alrun, en las delicias de Ardiane Inféral, claudicó y perdonó.

Y, si hay que hablar francamente, después de todo, ¿por qué no iba a perdonarla? Otro, gritando un adiós ronco, se habría marchado y tres meses después los periódicos habrían relatado su muerte «gloriosa» en China o en Madagascar; el niño, dejado en la miseria, habría vuelto al limbo; y la vasca, mantenida en alguna ciudad, se habría encogido sin duda de hombros al conocer la noticia lejana que la convertía en viuda y, en voz baja, habría tratado al difunto de imbécil. Ésos habrían sido los resultados de una integridad demasiado rígida.

Hoy, Pier y Ardiane se adoran y -sin contar la sombra del secreto que guardan y que los une para siempre- parecen felices… Él consiguió repescar su Cruz, que se había ganado bien, por otra parte, y que lleva puesta.

En fin, si se piensa en lo que la humanidad admira, estima o aprueba, este desenlace, para todo espíritu serio y sincero, ¿no es el más plausible?
FIN
«Le secret de la belle Ardiane»,
Histoires insolites, 1888

miércoles, 10 de abril de 2013

La gallina degollada - Horacio Quiroga - Ciudad Seva

La gallina degollada - Horacio Quiroga - Ciudad Seva:

La gallina degollada[Cuento. Texto completo.]Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.