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miércoles, 27 de marzo de 2013

El hombre de mi propiedad - Giovanni Papini - Ciudad Seva

El hombre de mi propiedad - Giovanni Papini - Ciudad Seva:

El hombre de mi propiedad[Cuento. Texto completo.]Giovanni Papini
Como hace muchos años he dejado de escribir un Diario, no puedo decir con exactitud cuánto tiempo hace que me encontré el cuerpo y el alma del Amigo Dité. Probablemente, dada mi distracción, no me di cuenta en qué día preciso mi segunda sombra -aquella sólida y relativamente viva- se decidió a entrar en la escena poco iluminada de mi vida.
Una mañana, al salir de casa, me di cuenta de que iba acompañado, a esa respetuosa distancia que no permite hacer preguntas ni dar explicaciones, por un hombre de unos cuarenta años, enfundado en un largo abrigo azul, alegre y sonriente (pero sin demasiada exageración). No teniendo nada que hacer, y habiendo salido únicamente de casa para no oír los crujidos de la leña en la chimenea, me divertí mirando de reojo a mi acompañante, a pesar de que -ténganlo bien en cuenta- éste no tenía nada de extraordinario. No supuse, ni por un solo momento, que pudiese tratarse de un policía; mi completa falta de valor físico y mi repugnancia por los malos olores me han impedido siempre entregarme a la política militante; y la pereza, unida a mi escasa habilidad manual, me ha salvado de buscar en el delito los medios de subsistencia.
No podía, tampoco, imaginar que el hombre vestido de azul fuese una especie de ladronzuelo de ciudad, decidido a robarme, pues mi decente pobreza era conocida en todo el barrio, y mi modo de vestir, más descuidado que desenvuelto, disociaba de mi persona cualquier idea de bienestar.
A pesar de que yo no tuviese ningún derecho a ser seguido, comencé a pasar y repasar por las calles más tortuosas del centro de la ciudad para asegurarme de que no me equivocaba. El hombre me siguió por todas partes con un aspecto cada vez más satisfecho. Di, de pronto, la vuelta por una ancha calle llena de gente y apresuré el paso, pero la distancia entre el hombre vestido de azul y yo continuó siempre siendo la misma. Entré en un estanco para comprar un sello de tres céntimos, y el desconocido entró en el mismo estanco y compró un sello de tres céntimos; subí a un tranvía y mi sonriente compañero subió al mismo tranvía; cuando descendí, el hombre vestido de azul bajó tras de mí; compré un periódico, y él compró el mismo periódico; me senté en el banco de un jardín, y el otro se sentó en otro banco cercano; saqué del bolsillo un cigarrillo, y él sacó otro y esperó que hubiese encendido el mío para encender el suyo.
Todo esto era al mismo tiempo gracioso y fastidioso. "Tal vez -pensé- se trata de un humorista desocupado que quiere divertirse a mi costa." Me decidí a resolver la duda por el medio más expeditivo: me planté delante de mi acompañante con intención de preguntarle:
-¿Quién es usted? ¿Qué desea usted de mí?
No tuve necesidad de abrir la boca. El hombre vestido de azul se puso en pie, se quitó el sombrero, sonrió un momento y dijo con precipitación:
-Perdóneme. Se lo explicaré todo, me presentaré inmediatamente: soy el Amigo Dité. No tengo profesión conocida, pero eso no tiene importancia. Tenía muchas cosas que decirle, pero hasta ahora... También deseaba escribirle; le escribí dos o tres veces, pero no tengo la costumbre de enviar las cartas. Por lo demás, soy un hombre vulgarísimo e incluso sano, a lo que parece, alguna vez...
En este punto el Amigo Dité se detuvo titubeando, pero añadió de pronto, como si se hubiese acordado repentinamente de una cosa que le interesaba mucho:
-Tal vez tomaría usted algo. ¿Un poco de vino marsala? ¿Un café?
Ambos nos movimos rápidamente, a la vez, como impelidos por el deseo de terminar pronto. Apenas llegados ante un café, penetramos en el interior con gran prisa, como quien entra para beber y escaparse. Nos sentamos en un rincón, junto a la estufa, sin pedir nada. El café era pequeño, estaba lleno de humo y de cocheros, el camarero tenía cara de ratero, pero no teníamos tiempo para elegir otro lugar.
-Desearía saber... -comencé.
-Se lo diré todo -respondió el otro-, no tengo intención de esconderle nada. Mi caso, a pesar de todo, es triste y difícil, y declaro, ante todo, que tengo una gran confianza en usted. Ya estoy aquí, soy de usted. Estoy en sus manos. Puede usted hacer de mí todo lo que quiera...
-No lo comprendo...
-Le aseguro que lo comprenderá todo. Déjeme hablar. ¿No le he dicho ya quién soy? El nombre no dice nada, ya lo sé. Añadiré mi definición; yo soy un hombre vulgar, un hombre terriblemente vulgar, que quiere hacer a toda costa una vida no vulgar, una vida absolutamente extraordinaria.
-Perdone...
-Lo perdono todo, señor, lo perdonaré todo. Únicamente le declaro, una vez más, que tengo necesidad de hablar. Tengo en usted toda la confianza. Será mi salvador, mi dueño, el director de mi conciencia, de mis brazos, de mí, todo entero. Yo soy demasiado sabio, demasiado bueno, demasiado noble, "demasiado mí mismo". Usted ha escrito tantos cuentos absurdos, tantas novelas estrambóticas y yo he vivido tanto tiempo con sus héroes, que los sueño por la noche y los deseo durante el día. He creído reconocerlos por la calle, y luego, aburrido y desesperado, he querido matarlos en mí, ahogarlos para siempre...
-Se lo agradezco mucho, pero...
-Haga el favor de callar un momento, se lo ruego. Le explicaré por qué he pensado en usted y por qué lo he seguido. Me dije hace algunos días: tú eres un imbécil, un tipo de todos los días y de todas las ciudades, y sufres la enfermedad de querer vivir una vida noble, peligrosa, aventurera, como la de los héroes de los poemas a veinticinco céntimos y de las novelas de tres liras cincuenta. Por ti mismo no eres capaz de procurarte una vida semejante, porque estás falto de imaginación. No te queda más remedio que buscar un creador de héroes extraordinarios y regalarle tu vida, para que haga de ella lo que quiera y la pueda transformar en algo más bello, más imprevisto, más insospechado...
-¿Usted desearía, pues...?
-Un poco de paciencia, se lo ruego. Dentro de algunos minutos lo obedeceré en todo y podrá hacerme callar todo lo que quiera, pero antes déjeme acabar. ¡Soy todavía mi propietario! No he de decirle nada más que esto: usted es el creador elegido por mí, y aquí me tiene para ofrecerle mi vida y los medios para ayudarlo a hacerla interesante.. Usted es un imaginativo y puede romper sin esfuerzo la insufrible vulgaridad de mis días. Hasta ahora ha tenido a su disposición únicamente hombres imaginarios, y hoy le entrego un hombre de verdad, un hombre que sufre y anda, del cual puede usted hacer lo que guste. Estaré en sus manos no como un cadáver -¿qué cosa haría de él?-, sino como un fantoche mecánico, un maravilloso fantoche parlante y risueño que comprenderá sus órdenes. Desde este momento le hago regular donación de mí vida y de una renta anual de mil libras esterlinas para atender a todos los gastos que sean necesarios para hacer pintoresca y peligrosa mi vida. Llevo en el bolsillo una escritura de donación ya preparada... ¡Camarero, una pluma! No falta más que la fecha y la firma de usted. ¡Dígame sí o no, sin cumplidos, en seguida!
Fingí reflexionar por algunos momentos, pero mi decisión ya había sido tomada. El Amigo Dité se adelantaba a uno de mis más antiguos deseos. Desde hacía mucho tiempo me avergonzaba de inventar únicamente vidas imaginarias. Soñaba, en las horas de vagar, en lo que habría podido hacer si hubiese tenido un hombre de sangre y nervios en mi poder ¡Y he aquí que el hombre se presentaba espontáneamente, acompañado de un paquete de valores!
-No he tenido nunca la costumbre -dije después de fingida meditación- de regatear inútilmente, y por eso acepto su donación, aunque usted ya comprende la responsabilidad de aceptar un alma acompañada de un cuerpo. Déjeme ver las condiciones de la donación.
El Amigo Dité me puso delante un protocolo encuadernado con un grueso y amarillo cartón, y yo lo leí en pocos minutos. La donación estaba en regla. Por ella me convertía en dueño absoluto de la sustancia y de la vida del Amigo Dité, con la sola condición de que yo le ordenase inmediatamente lo que debía hacer, a fin de que su existencia se convirtiera en heroica y novelesca. El contrato era válido por un año, pero podía ser renovado en caso de que el Amigo Dité estuviese satisfecho de mi dirección.
Escribí sin titubear la fecha y la firma y dejé inmediatamente al Amigo Dité, prometiéndole para el día siguiente una carta, y ordenándole entretanto que no me siguiese y que se quedase bebiendo algún líquido alcohólico. En efecto, cuando yo salía, él pidió con su acostumbrada sonrisa uno de los más famosos bitters del mundo.

II
Aquella noche no me fui a acostar con el negro aburrimiento de las otras noches. Tenía algo nuevo y grave en que pensar, y podía muy bien aceptar una noche de insomnio. Un hombre se había convertido en una cosa mía, de mi entera propiedad, y podía dirigirlo, empujarlo, lanzarlo a donde quisiese; experimentar en él los efectos de las emociones raras y las combinaciones de aventuras de nuevo estilo.
¿Qué debía ordenarle para el día siguiente? ¿Debía mandarle que realizase alguna cosa determinada o convenía dejarlo en la ignorancia y prepararle una sorpresa? Terminé eligiendo una solución que unía los dos sistemas. A la mañana siguiente le escribí que, hasta nueva orden, durmiese durante el día y pasase la noche fuera de casa, paseando por lugares solitarios. El mismo día fui a una agencia, alquilé por seis meses una pequeña casa solitaria en las cercanías de la ciudad y tomé a sueldo dos jovenzuelos sin trabajo que estaban buscando el modo de ser alojados a costa de sus conciudadanos, al menos durante el invierno. Después de cuatro días todo estaba dispuesto. En la noche fijada hice seguir al Amigo Dité, el cual, cuando llegó a un lugar desierto, fue agredido delicadamente por mis ayudantes y conducido, con los ojos vendados, según la tradición, a la casa que había preparado. Desgraciadamente, ningún guardia los sorprendió durante la operación y no se presentó ninguna denuncia de la desaparición del Amigo Dité, por lo que me hallé en la necesidad de mantener por muchos meses a los dos robustos mancebos, que no se contentaban únicamente con comer.
Lo peor era que no sabía qué hacer del hombre de mi propiedad. Había pensado, la misma noche de la donación, que un secuestro de persona sería un excelente principio de vida rica en aventuras, pero no había reflexionado sobre el resto de la aventura. Sin embargo, la vida del Amigo Dité, como en las novelas de folletín, tenía necesidad de una continuación inmediata.
A falta de cosa mejor, recurrí al viejo expediente de enviar junto a él, a la casa en donde lohabía encerrado, a una mujer que se le presentase siempre cubierta con un antifaz y no le dirigiese nunca la palabra. No fue cosa fácil encontrarla y, sobre todo, amaestrarla, y no quiso comprometerse más que por un mes. El Amigo Dité, afortunadamente, era un poco misántropo y tenía más de cuarenta años, y por eso no sucedió nada de lo que hubiera podido suceder en otros casos. Después de quince días vi que era necesario cambiar el juego, y por medio de los mismos ganapanes hice liberar a mi hombre y enviarlo a su casa.
Comencé a darme cuenta de que el Amigo Dité no se había mostrado en modo alguno un hombre vulgar poniéndome a prueba de este modo. ¿Quién sino un espíritu original hubiera podido imaginar una esclavitud tan insidiosa?
Un espadachín que yo conocía consintió en ayudarme en este difícil momento. Un día, mientras el Amigo Dité bebía tranquilamente una taza de leche en un café de lujo, el espadachín se sentó a su lado, le lanzó una mala mirada, le dio un empujón, y apenas el otro dijo algo en voz baja, lo abofeteó dos o tres veces, sin calor, como si no quisiese hacerle daño. El Amigo Dité me pidió permiso para mandar los padrinos a su ofensor, y yo me apresuré a presentarle dos amigos que lo obligaron, de mala gana, a cruzar su espada con mi cómplice. El Amigo Dité no sabía esgrima, y tal vez por eso, tirando alocadamente desde el principio, consiguió herir a su adversario bastante gravemente. Aproveché esto para hacerle comprender que era necesario que se alejase de la ciudad, pero él no quiso apartarse de mí y prefirió ser juzgado. Fue condenado a tres meses de cárcel.
Creí que con este tiempo me vería liberado de mi propiedad, pero al cabo de muy pocos días comprendí, sin ninguna duda, que mí primer deber era proporcionarle la huida al Amigo Dité. La empresa parecía imposible, pero, sin reparar en gastos, conseguí convencer a dos personas del desinterés de mi acción y, gracias a un rápido disfraz, el Amigo Dité pudo salir de la prisión poco antes de despuntar el día. Esta vez no tenía más remedio que alejarse, y yo tuve que dejar mi casa, mis trabajos, mi patria, para proteger su fuga.
Cuando nos hallamos en Londres, me encontré completamente embrollado. No hablando ni una palabra de inglés, en medio de aquella ciudad enorme y desconocida, me sentía, mucho más que antes, incapaz de procurar aventuras extraordinarias a mi hombre. Me vi obligado a dirigirme a un detective privado, que me dio algunos vagos consejos en muy mal francés. Después de haber estudiado durante algunos días un buen plano de Londres, conduje al Amigo Dité al barrio de peor fama, pero no le pasó, con gran contrariedad mía, nada de particular. Encontramos los acostumbrados marineros borrachos, las acostumbradas mujeres desvergonzadas y pintadas, patrullas de viveurs baratos y rumorosos, pero ninguno nos molestó, tomándonos tal vez por policías; tal era nuestra aparente seguridad al vagar por aquellos laberintos de calles casi iguales.
Pensé entonces expedir al Amigo Dité al norte de la isla, solo, y dándole únicamente veinte o treinta chelines, además del billete para el viaje. Como él tampoco sabía nada de inglés, esperaba que le sucediera algo muy desagradable, y que tal vez ya no consiguiese volver. Ya comenzaba a estar cansado de aquella propiedad por la que debía trabajar y sacrificarme, y esperaba con rabiosa nostalgia el momento de volver a mi buena ciudad llena de cafés y vagabundos. Pero, después de quince días, el Amigo Dité volvió a Londres en perfecto estado de salud; en Edimburgo había encontrado por casualidad a un amigo italiano -un violonchelista emigrado desde hacía muchos años- que lo había hospedado en su casa y había hecho que se divirtiese durante todos aquellos días.
Pero no quise darme por vencido. Había encontrado en un periódico la dirección de un pequeño club de estudios psíquicos que buscaba nuevos socios, prometiendo apariciones auténticas y fantasmas parlantes. Ordené inmediatamente al Amigo Dité que se inscribiera y fuese allí todas las noches. Fue durante toda una semana y no vio nada. Sin embargo, una mañana vino a encontrarme, diciendo que había conocido un fantasma, pero que éste no le había parecido mucho mejor que los hombres vivos y que incluso se había mostrado estúpido hasta el punto de sacarle el pañuelo del bolsillo, echarlo del taburete en que estaba sentado, tirarle de los pelos y pellizcarlo en la espalda.
-En conclusión -me dijo- no he encontrado, hasta ahora, nada verdaderamente extraordinario en todo lo que ha hecho usted por mí. Perdóneme si le hablo con franqueza, pero debe reconocer que en sus novelas da muestras de una imaginación mejor y mayor. Reflexione un momento: un rapto, una mujer enmascarada, un duelo, una fuga, un fantasma. No ha sabido encontrar nada mejor que esos trucos antiguos de novela francesa. En Hoffmann y en Poe hay cosas más terribles, y en Caboriau y Ponson du Terrail, más complicadas. No comprendo, ciertamente, la repentina decadencia de la imaginación de usted. Los primeros días comencé a hacer todo lo que usted ordenaba, esperando vivir una vida bella, pero pronto me di cuenta de que la vida de usted era igual a la de los demás millones de hombres, y pensé que todo su genio estaba reservado a los personajes de sus novelas; pero ahora comienzo a dudar también de esto, y, con desagrado, me veo obligado a decirle que, si antes de terminar el plazo del contrato no encuentra algo más fuerte, me veré obligado a buscarme otro dueño.
Mí dignidad me dispensó de contestar a tanta ingratitud. Pensé que, durante los meses en que había recibido el donativo de aquel hombre, no había vuelto a ser dueño de mi vida, y había tenido que dejar a medio terminar mis trabajos y abandonar mi país para afanarme en encontrar combinaciones novelescas y cómplices seguros. Desde el momento en que había entrado en posesión de la vida del Amigo Dité había tenido que sacrificarle mi vida entera. Yo, su dueño, me había convertido, en el fondo, en su esclavo, en el empresario siempre alerta de su existencia personal. Era necesario encontrar algo "más serio" -como él había dicho- de lo que había imaginado hasta entonces; algo que no requiriese la ayuda de cómplices. Después de haber meditado con calma algunos días, le escribí:
Queridísimo amigo:
Puesto que es usted de mi propiedad, según contrato en regla, tengo sobre usted derecho de vida y muerte. Por consiguiente, le ordeno que se encierre en su cuarto el sábado por la noche, a las ocho que se tienda sobre la cama y se trague en seguida una de las píldoras que le envío con esta carta. A las ocho y media tomará otra, y a las nueve en punto una tercera. En caso de desobediencia a estas órdenes, me declaro absolutamente irresponsable respecto a su vida.
Sabía que el Amigó Dité no retrocedería ante la sospecha de la muerte. A pesar de su descontento, se vanagloriaba de ser un leal caballero y tenía un respeto exagerado a su firma y a su palabra. Me proveí de un enérgico emético1 y estuve dispuesto para acudir a su lado antes de las nueve, es decir, antes de que hubiese tomado la última píldora, que le habría producido sin remedio la muerte.
En la tarde del sábado ordené que estuviese dispuesto un coche para las ocho en punto, porque habitaba en una pensión muy alejada de la del Amigo Dité. El coche se retrasó hasta las ocho y cuarto y yo intenté hacer comprender al cochero que tenía mucha prisa. El caballo comenzó, al principio, a correr con una especie de fingido galope, pero después de diez minutos cayó de mala manera al suelo. Como no era posible levantarlo en seguida, pagué al cochero y corrí a pie, en busca de otro coche. Afortunadamente, lo encontré allí cerca, y calculé que llegaría a las nueve en punto a casa del Amigo Dité. Comenzaba a estar un poco preocupado porque la niebla era muy espesa y bastarían cinco minutos de retraso para ocasionar la muerte del desgraciado.
En un determinado lugar el coche se paró. Era a la entrada de una ancha calle llena de automóviles y omnibuses, y un policía había hecho seña a mi cochero para que parase. Salté como un loco del coche y me aproximé al enorme policía para hacerle comprender que tenía prisa y que se trataba de la vida de un hombre. Pero el desgarbado guardia no comprendió o no quiso comprenderme. Tuve que seguir el camino a pie, pero por culpa de la niebla y de mi escaso conocimiento de la ciudad, me equivoqué de calle, y sólo después de diez minutos de una carrera agobiante, me di cuenta de que corría en dirección contraria. Tuve que volver hacia atrás siempre corriendo. No faltaban más que pocos minutos para las nueve y realicé un esfuerzo inaudito para llegar a la hora precisa. Hasta las nueve y siete minutos no llamé a la puerta de la pensión. Apenas me abrieron me precipité hacia el cuarto del Amigo Dité. El hombre yacía en el lecho, con la chaqueta quitada, pálido e inmóvil como un cadáver. Lo sacudí, lo llamé, escuché el corazón, la respiración. Estaba verdaderamente muerto: la cajita que le había mandado estaba vacía. El Amigo Dité había cumplido su palabra hasta el final. Había querido darle el escalofrío de la muerte inminente y la sorpresa de la resurrección, y le había dado la muerte, ¡la muerte verdadera, para siempre!
Permanecí toda la noche en el cuarto, embrutecido por el dolor. Por la mañana me encontraron con el muerto, pálido y silencioso como él. Requisaron toda la correspondencia y fue encontrada mi última carta. El proceso fue rápido, porque renuncié a defenderme, y no di a conocer el documento de donación que llevaba conmigo. He estado algunos años en la cárcel, pero no me arrepiento de lo que he hecho. El Amigo Dité ha hecho mi vida más digna de ser contada, y no puedo decir que haya realizado un mal negocio, porque durante el año en que fue mío gasté algo más de las mil libras esterlinas que me había dado.
FIN

miércoles, 20 de marzo de 2013

Amor - Clarice Lispector - Ciudad Seva

Amor - Clarice Lispector - Ciudad Seva:

Amor[Cuento. Texto completo.]Clarice Lispector
Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.
En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.
El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.
El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba chicle.
Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.
Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.
La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.
Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.
Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.
Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.
Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.
La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.
De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.
A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los "cipós". Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.
Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.
Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.
Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo* pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.
Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.
Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal -¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?- se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos...
-Tengo miedo -dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.
-Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.
-No dejes que mamá te olvide -le dijo.
El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.
Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?
No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.
Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.
Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.
Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.
Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.
Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.
Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.
Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.
-¿Qué fue? -gritó vibrando toda.
Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:
-No fue nada -dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.
-¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.
-Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.
Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
-Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.
En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.
Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.
FIN

miércoles, 13 de marzo de 2013

El Chiflón del Diablo - Baldomero Lillo - Ciudad Seva

El Chiflón del Diablo - Baldomero Lillo - Ciudad Seva:

El Chiflón del Diablo[Cuento. Texto completo.]Baldomero Lillo
En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.
Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:
-Quédense ustedes.
Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.
La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.
Después de algunos minutos de silenciosa espera, el empleado hizo una seña a los obreros para que se acercasen, y les dijo:
-Son ustedes carreteros de la Alta, ¿no es así?
-Sí, señor -respondieron los interpelados.
-Siento decirles que se quedan sin trabajo. Tengo orden de disminuir el personal de esa veta.
Los obreros no contestaron y hubo por un instante un profundo silencio. Por fin el de más edad dijo:
-¿Pero se nos ocupará en otra parte?
El individuo cerró el libro con fuerza y echándose atrás en el asiento con tono serio contestó:
-Lo veo difícil, tenemos gente de sobra en todas las faenas.
El obrero insistió:
-Aceptamos el trabajo que se nos dé, seremos torneros, apuntaladores, lo que Ud. quiera.
El capataz movía la cabeza negativamente.
-Ya lo he dicho, hay gente de sobre y si los pedidos de carbón no aumentan, habrá que disminuir también la explotación en algunas otras vetas.
Una amarga e irónica sonrisa contrajo los labios del minero, y exclamó:
-Sea usted franco, don Pedro, y díganos de una vez que quiere obligarnos a que vayamos a trabajar al Chiflón del Diablo.
El empleado se irguió en la silla y protestó indignado:
-Aquí no se obliga a nadie. Así como Uds. son libres de rechazar el trabajo que no les agrade, la Compañía, por su parte, está en su derecho para tomar las medidas que más convengan a sus intereses.
Durante aquella filípica, los obreros con los ojos bajos escuchaban en silencio y al ver su humilde continente la voz del capataz se dulcificó.
-Pero, aunque las órdenes que tengo son terminantes -agregó-, quiero ayudarles a salir del paso. Hay en el Chiflón Nuevo o del Diablo, como Uds. lo llaman, dos vacantes de barreteros, pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana sería tarde.
Una mirada de inteligencia se cruzó entre los obreros. Conocían la táctica y sabían de antemano el resultado de aquella escaramuza: Por lo demás estaban ya resueltos a seguir su destino. No había medio de evadirse. Entre morir de hambre o morir aplastado por un derrumbe, era preferible lo último: tenía la ventaja de la rapidez. ¿Y dónde ir? El invierno, el implacable enemigo de los desamparados, como un acreedor que cae sobre los haberes del insolvente sin darle tregua ni esperas, había despojado a la naturaleza de todas sus galas. El rayo tibio del sol, el esmaltado verdor de los campos, las alboradas de rosa y oro, el manto azul de los cielos, todo había sido arrebatado por aquel Shylock inexorable que, llevando en la diestra su inmensa talega, iba recogiendo en ella los tesoros de color y luz que encontraba al paso sobre la faz de la tierra.
Las tormentas de viento y lluvia que convertían en torrentes los lánguidos arroyuelos, dejaban los campos desolados y yermos. Las tierras bajas eran inmensos pantanos de aguas cenagosas, y en las colinas y en las laderas de los montes, los árboles sin hojas ostentaban bajo el cielo eternamente opaco la desnudez de sus ramas y de sus troncos.
En las chozas de los campesinos el hambre asomaba su pálida faz a través de los rostros de sus habitantes, quienes se veían obligados a llamar a las puertas de los talleres y de las fábricas en busca del pedazo de pan que les negaba el mustio suelo de las campiñas exhaustas.
Había, pues, que someterse a llenar los huecos que el fatídico corredor abría constantemente en sus filas de inermes desamparados, en perpetua lucha contra las adversidades de la suerte, abandonados de todos, y contra quienes toda injusticia e iniquidad estaba permitida.
El trato quedó hecho. Los obreros aceptaron sin poner objeciones el nuevo trabajo, y un momento después estaban en la jaula, cayendo a plomo en las profundidades de la mina.
La galería del Chiflón del Diablo tenía una siniestra fama. Abierta para dar salida al mineral de un filón recién descubierto, se habían en un principio ejecutado los trabajos con el esmero requerido. Pero a medida que se ahondaba en la roca, ésta se tornaba porosa e inconsistente. Las filtraciones un tanto escasas al empezar habían ido en aumento, haciendo muy precaria la estabilidad de la techumbre que sólo se sostenía mediante sólidos revestimientos. Una vez terminada la obra, como la inmensa cantidad de maderas que había que emplear en los apuntalamientos aumentaba el costo del mineral de un modo considerable, se fue descuidando poco a poco esta parte esencialísima del trabajo. Se revestía siempre, sí, pero con flojedad, economizando todo lo que se podía.
Los resultados de este sistema no se dejaron esperar. Continuamente había que extraer de allí a un contuso, un herido y también a veces algún muerto aplastado por un brusco desprendimiento de aquel techo falto de apoyo, y que, minado traidoramente por el agua, era una amenaza constante para las vidas de los obreros, quienes atemorizados por la frecuencia de los hundimientos empezaron a rehuir las tareas en el mortífero corredor. Pero la Compañía venció muy luego su repugnancia con el cebo de unos cuantos centavos más en los salarios y la explotación de la nueva veta continuó.
Muy luego, sin embargo, el alza de los jornales fue suprimida sin que por esto se paralizasen las faenas, bastando para obtener este resultado el método puesto en práctica por el capataz aquella mañana.
Muchas veces, a pesar de los capitales invertidos en esa sección de la mina, se había pensado en abandonarla, pues el agua estropeaba en breve los revestimientos que había que reforzar continuamente, y aunque esto se hacía en las partes sólo indispensables, el consumo de maderos resultaba siempre excesivo. Pero para desgracia de los mineros, la hulla extraída de allí era superior a la de los otros filones, y la carne del dócil y manso rebaño puesta en el platillo más leve, equilibraba la balanza, permitiéndole a la Compañía explotar sin interrupción el riquísimo venero, cuyos negros cristales guardaban a través de los siglos la irradiación de aquellos millones de soles que trazaron su ruta celeste, desde el oriente al ocaso, allá en la infancia del planeta.
Cabeza de Cobre llegó esa noche a su habitación más tarde que de costumbre. Estaba grave, meditabundo, y contestaba con monosílabos las cariñosas preguntas que le hacía su madre sobre su trabajo del día. En ese hogar humilde había cierta decencia y limpieza por lo común desusadas en aquellos albergues donde en promiscuidad repugnante se confundían hombres, mujeres y niños y una variedad tal de animales que cada uno de aquellos cuartos sugería en el espíritu la bíblica visión del Arca de Noé.
La madre del minero era una mujer alta, delgada, de cabellos blancos. Su rostro muy pálido tenía una expresión resignada y dulce que hacía más suave aún el brillo de sus ojos húmedos, donde las lágrimas parecían estar siempre prontas a resbalar. Llamábase María de los Ángeles.
Hija y madre de mineros, terribles desgracias la habían envejecido prematuramente. Su marido y dos hijos muertos unos tras otros por los hundimientos y las explosiones del grisú, fueron el tributo que los suyos habían pagado a la insaciable avidez de la mina. Sólo le restaba aquel muchacho por quien su corazón, joven aún, pasaba en continuo sobresalto. Siempre temerosa de una desgracia, su imaginación no se apartaba un instante de las tinieblas del manto carbonífero que absorbía aquella existencia que era su único bien, el único lazo que la sujetaba a la vida.
¿Cuántas veces en esos instantes de recogimiento había pensado, sin acertar a explicárselo, en el porqué de aquellas odiosas desigualdades humanas que condenaban a los pobres, al mayor número, a sudar sangre para sostener el fausto de la inútil existencia de unos pocos! ¡Y si tan sólo se pudiera vivir sin aquella perpetua zozobra por la suerte de los seres queridos, cuyas vidas eran el precio, tantas veces pagado, del pan de cada día!
Pero aquellas cavilaciones eran pasajeras, y no pudiendo descifrar el enigma, la anciana ahuyentaba esos pensamientos y tornaba a sus quehaceres con su melancolía habitual.
Mientras la madre daba la última mano a los preparativos de la cena, el muchacho sentado junto al fuego permanecía silencioso, abstraído en sus pensamientos. La anciana, inquieta por aquel mutismo, se preparaba a interrogarlo cuando la puerta giró sobre sus goznes y un rostro de mujer asomó por la abertura.
-Buenas noches, vecina. ¿Cómo está el enfermo? -preguntó cariñosamente María de los Ángeles.
-Lo mismo -contestó la interrogada, penetrando en la pieza-. El médico dice que el hueso de la pierna no ha soldado todavía y que debe estar en la cama sin moverse.
La recién llegada era una joven de moreno semblante, demacrado por vigilias y privaciones. Tenía en la diestra una escudilla de hoja de lata y, mientras respondía, esforzábase por desviar la vista de la sopa que humeaba sobre la mesa.
La anciana alargó el brazo y cogió el jarro y en tanto vaciaba en él el caliente líquido, continuó preguntando:
-¿Y hablaste, hija, con los jefes? ¿Te han dado algún socorro?
La joven murmuró con desaliento:
-Sí, estuve allí. Me dijeron que no tenía derecho a nada, que bastante hacían con darnos el cuarto; pero, que si él moría fuera a buscar una orden para que en despacho me entregaran cuatro velas y una mortaja.
Y dando un suspiro agregó:
-Espero en Dios que mi pobre Juan no los obligará a hacer ese gasto.
María de los Ángeles añadió a la sopa un pedazo de pan y puso ambas dádivas en mano de la joven, quien se encaminó hacia la puerta, diciendo agradecida:
-La Virgen se lo pagará, vecina.
-Pobre Juana -dijo la madre, dirigiéndose hacia su hijo, que había arrimado su silla junto a la mesa-, pronto hará un mes que sacaron a su marido del pique con la pierna rota.
-¡En qué se ocupaba?
-Era barretero del Chiflón del Diablo.
-¡Ah, sí, dicen que los que trabajan ahí tienen la vida vendida!
-No tanto, madre -dijo el obrero-, ahora es distinto, se han hecho grandes trabajos de apuntalamientos. Hace más de una semana que no hay desgracias.
-Será así como dices, pero yo no podría vivir si trabajaras allá; preferiría irme a mendigar por los campos. No quiero que te traigan un día como trajeron a tu padre y a tus hermanos.
Gruesas lágrimas se deslizaron por el pálido rostro de la anciana. El muchacho callaba y comía sin levantar la vista del plato.
Cabeza de Cobre se fue a la mañana siguiente a su trabajo sin comunicar a su madre el cambio de faena efectuado el día anterior. Tiempo de sobra habría siempre para darle aquella mala noticia. Con la despreocupación propia de la edad no daba grande importancia a los temores de la anciana. Fatalista, como todos sus camaradas, creía que era inútil tratar de sustraerse al destino que cada cual tenía de antemano designado.
Cuando una hora después de la partida de su hijo María de los Ángeles abría la puerta, se quedó encantada de la radiante claridad que inundaba los campos. Hacía mucho tiempo que sus ojos no veían una mañana tan hermosa. Un nimbo de oro circundaba el disco del sol que se levantaba sobre el horizonte enviando a torrentes sus vívidos rayos sobre la húmeda tierra, de la que se desprendían por todas partes azulados y blancos vapores. La luz del astro, suave como una caricia, derramaba un soplo de vida sobre la naturaleza muerta. Bandadas de aves cruzaban, allá lejos, el sereno azul, y un gallo de plumas tornasoladas desde lo alto de un montículo de arena lanzaba una alerta estridente cada vez que la sombra de un pájaro deslizábase junto a él.
Algunos viejos, apoyándose en bastones y muletas, aparecieron bajo los sucios corredores, atraídos por el glorioso resplandor que iluminaba el paisaje. Caminaban despacio, estirando sus miembros entumecidos, ávidos de aquel tibio calor que fluía de lo alto.
Eran los inválidos de la mina, los vencidos del trabajo. Muy pocos eran los que no estaban mutilados y que no carecían ya de un brazo o de una pierna. Sentados en un banco de madera que recibía de lleno los rayos del sol, sus pupilas fatigadas, hundidas en las órbitas, tenían una extraña fijeza. Ni una palabra se cruzaba entre ellos, y de cuando en cuando tras una tos breve y cavernosa, sus labios cerrados se entreabrían para dar paso a un escupitajo negro como la tinta.
Se acercaba la hora del mediodía y en los cuartos las mujeres atareadas preparaban las cestas de la merienda para los trabajadores, cuando el breve repique de la campana de alarma las hizo abandonar la faena y precipitarse despavoridas fuera de las habitaciones.
En la mina el repique había cesado y nada hacia presagiar una catástrofe. Todo allí tenía el aspecto ordinario y la chimenea dejaba escapar sin interrupción su enorme penacho que se ensanchaba y crecía arrastrado por la brisa que lo empujaba hacia el mar.
María de los Ángeles se ocupaba en colocar en la cesta destinada a su hijo la botella de café, cuando la sorprendió el toque de alarma y, soltando aquellos objetos, se abalanzó hacia la puerta frente a la cual pasaban a escape con las faldas levantadas, grupos de mujeres seguidas de cerca por turbas de chiquillos que corrían desesperadamente en pos de sus madres. La anciana siguió aquel ejemplo: sus pies parecían tener alas, el aguijón del terror galvanizaba sus viejos músculos y todo su cuerpo se estremecía y vibraba como la cuerda del arco en su máximum de tensión.
En breve se colocó en primera fila, y su blanca cabeza herida por los rayos del sol parecía atraer y precipitar tras de sí la masa sombría del harapiento rebaño.
Las habitaciones quedaron desiertas. Sus puertas y ventanas se abrían y se cerraban con estrépito impulsadas por el viento. Un perro atado en uno de los corredores, sentado en sus cuartos traseros, con la cabeza vuelta hacia arriba, dejaba oír un aullido lúgubre como respuesta al plañidero clamor que llegaba hasta él, apagado por la distancia.
Sólo los viejos no habían abandonado su banco calentado por el sol, y mudos e inmóviles, seguían siempre en la misma actitud, con los turbios ojos fijos en un más allá invisible y ajenos a cuanto no fuera aquella férvida irradiación que infiltraba en sus yertos organismos un poco de aquella energía y de aquel tibio calor que hacía renacer la vida sobre los campos desiertos.
Como los polluelos que, percibiendo de improviso el rápido descenso del gavilán, corren lanzando pitíos desesperados a buscar un refugio bajo las plumas erizadas de la madre, aquellos grupos de mujeres con las cabelleras destrenzadas, que gimoteaban fustigadas por el terror, aparecieron en breve bajo los brazos descarnados de la cabria, empujándose y estrechándose sobre la húmeda plataforma. Las madres apretaban a sus pequeños hijos, envueltos en sucios harapos, contra el seno semidesnudo, y un clamor que no tenía nada de humano brotaba de las bocas entreabiertas contraídas por el dolor.
Una recia barrera de maderos defendía por un lado la abertura del pozo, y en ella fue a estrellarse parte de la multitud. En el otro lado unos cuantos obreros con la mirada hosca, silenciosos y taciturnos, contenían las apretadas filas de aquella turba que ensordecía con sus gritos, pidiendo noticias de sus deudos, del número de muertos y del sitio de la catástrofe.
En la puerta de los departamentos de las máquinas se presentó con la pipa entre los dientes uno de los ingenieros, un inglés corpulento, de patillas rojas, y con la indiferencia que da la costumbre, paseó una mirada sobre aquella escena. Una formidable imprecación lo saludó y centenares de voces aullaron:
-¿Asesinos, asesinos!
Las mujeres levantaban los brazos por encima de sus cabezas y mostraban los puños ebrias de furor. El que había provocado aquella explosión de odio lanzó al aire algunas bocanadas de humo y volviendo la espalda, desapareció.
La noticias que los obreros daban del accidente calmó un tanto aquella excitación. El suceso no tenía las proporciones de las catástrofes de otras veces: sólo había tres muertos de quienes se ignoraban aún los nombres. Por lo demás, y casi no había necesidad de decirlo, la desgracia, un derrumbe, había ocurrido en la galería del Chiflón del Diablo, donde se trabajaba ya hacía dos horas en extraer las víctimas, esperándose de un momento a otro la señal de izar en el departamento de las máquinas.
Aquel relato hizo nacer la esperanza en muchos corazones devorados por la inquietud. María de los Ángeles, apoyada en la barrera, sintió que la tenaza que mordía sus entrañas aflojaba sus férreos garfios. No era la suya esperanza sino certeza: de seguro él no estaba entre aquellos muertos. Y reconcentrada en sí misma con ese feroz egoísmo de las madres oía casi con indiferencia los histéricos sollozos de las mujeres y sus ayes de desolación y angustia.
Entretanto huían las horas, y bajo las arcadas de cal y ladrillo la máquina inmóvil dejaba reposar sus miembros de hierro en la penumbra de los vastos departamentos; los cables, como los tentáculos de un pulpo, surgían estremecientes del pique hondísimo y enroscaban en la bobina sus flexibles y viscosos brazos; la maza humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una res desangrada y moribunda, y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios y una calma y serenidad celestes se desprendían del cóncavo espejo del cielo, azul y diáfano, que no empañaba una nube.
De improviso el llanto de las mujeres cesó: un campanazo seguido de otros tres resonaron lentos y vibrantes: era la señal de izar. Un estremecimiento agitó la muchedumbre, que siguió con avidez las oscilaciones del cable que subía, en cuya extremidad estaba la terrible incógnita que todos ansiaban y temían descifrar.
Un silencio lúgubre interrumpido apenas por uno que otro sollozo reinaba en la plataforma, y el aullido lejano se esparcía en la llanura y volaba por los aires, hiriendo los corazones como un presagio de muerte.
Algunos instantes pasaron, y de pronto la gran argolla de hierro que corona la jaula asomó por sobre el brocal. El ascensor se balanceó un momento y luego se detuvo por los ganchos del reborde superior.
Dentro de él algunos obreros con las cabezas descubiertas rodeaban una carretilla negra de barro y polvo de carbón.
Un clamoreo inmenso saludó la aparición del fúnebre carro, la multitud se arremolinó y su loca desesperación dificultaba enormemente la extracción de los cadáveres. El primero que se presentó a las ávidas miradas de la turba estaba forrado en mantas y sólo dejaba ver los pies descalzos, rígidos y manchados de lodo. El segundo que siguió inmediatamente al anterior tenía la cabeza desnuda: era un viejo de barba y cabellos grises.
El tercero y último apareció a su vez. Por entre los pliegues de la tela que lo envolvía asomaban algunos mechones de pelos rojos que lanzaban a la luz del sol un reflejo de cobre recién fundido. Varias voces profirieron con espanto:
-¡El Cabeza de Cobre!
El cadáver tomado por los hombros y por los pies fue colocado trabajosamente en la camilla que lo aguardaba.
María de los Ángeles al percibir aquel lívido rostro y esa cabellera que parecía empapada en sangre, hizo un esfuerzo sobrehumano para abalanzarse sobre el muerto; pero apretada contra la barrera sólo pudo mover los brazos en tanto que un sonido inarticulado brotaba de su garganta.
Luego sus músculos se aflojaron, los brazos cayeron a lo largo del cuerpo y permaneció inmóvil en el sitio como herida por el rayo.
Los grupos se apartaron y muchos rostros se volvieron hacia la mujer, quien con la cabeza doblada sobre el pecho, sumida en una insensibilidad absoluta, parecía absorta en la contemplación del abismo abierto a sus pies.
Un rayo de luz, pasando a través de la red de cables y de maderos, hería oblicuamente la húmeda pared del pozo. Atraídas por aquel punto blanco y brillante las pupilas de la anciana, espantosamente dilatadas, claváronse en el círculo luminoso, el cual lentamente y como si obedeciera a la inexorable, escrutadora mirada, fue ensanchándose y penetrando en la masa de roca como a través de un cristal diáfano y transparente.
Aquella rendija, semejante al tubo de un colosal anteojo, puso a la vista de María de los Ángeles un mundo desconocido; un laberinto de corredores abiertos en la roca viva, sumergidos en tinieblas impenetrables y en las cuales el rayo del sol esparcía una claridad vaga y difusa.
A veces el haz luminoso, cual una barrera de diamantes, agujereaba los techos de lóbregas galerías a las que se sucedían redes inextricables de pasadizos estrechos por los que apenas podría deslizarse una alimaña.
De pronto las pupilas de las ancianas se animaron: tenía a la vista un largo corredor muy inclinado en el que tres hombres forcejeaban por colocar dentro de la vía una carretilla de mineral. Una lluvia copiosa caía desde la techumbre sobre sus torsos desnudos. María de los Ángeles reconoció a su hijo en uno de aquellos obreros en el instante en que se erguían violentamente y fijaban en el techo una mirada de espanto: siguióse un chasquido seco y desapareció la visión.
Cuando las tinieblas se disiparon, la anciana vio flotar sobre un montón de escombros una densa nube de polvo, al mismo tiempo que un llamado de infinita angustia, un grito de terrible agonía subió por el inmenso tubo acústico y murmuró junto a su oído:
-¡Madre mía!
.........................................................................................................
Jamás se supo cómo salvó la barrera. Detenida por los cables niveles, se la vio por un instante agitar sus piernas descarnadas en el vacío, y luego, sin un grito, desaparecer en el abismo. Algunos segundos después, el ruido sordo, lejano, casi imperceptible, brotó de la hambrienta boca del pozo de la cual se escapaban bocanadas de tenues vapores: era el aliento del monstruo ahíto de sangre en el fondo de su cubil.

miércoles, 6 de marzo de 2013

El colombre - Dino Buzzati - Ciudad Seva

El colombre - Dino Buzzati - Ciudad Seva:

El colombre[Cuento: Texto completo.]Dino Buzzati
Cuando Stefano Roi cumplió los doce años, pidió como regalo a su padre, capitán de barco y patrón de un bonito velero, que lo llevase consigo a bordo.-Cuando sea mayor -dijo-, quiero navegar por los mares como tú. Y mandaré barcos todavía más bonitos y grandes que el tuyo.
-Dios te bendiga, hijo mío -respondió su padre. Y como justamente aquel día su carguero debía partir, se llevó al chico consigo.
Era un espléndido día de sol; el mar estaba tranquilo. Stefano, que nunca había subido al barco, paseaba feliz por cubierta admirando las complicadas maniobras del aparejo. Y preguntaba esto y lo otro a los marineros, que, sonriendo, se lo explicaban todo.
Cuando fue a parar a la toldilla, el chico, picado por la curiosidad, se detuvo a observar una cosa que salía intermitentemente a la superficie a una distancia de unos doscientos o trescientos metros, allí donde estaba la estela de la nave.
Aunque el carguero volara ya, empujado por un magnífico viento de popa, aquella cosa mantenía siempre la misma distancia. Y, aunque él no comprendía su naturaleza, tenía algo indefinible que lo atraía intensamente.
Al dejar de ver a Stefano por allí, su padre, después de haberlo llamado a grandes voces en vano, abandonó el puente y fue a buscarlo.
-Stefano, ¿qué haces ahí plantado? -le preguntó al verlo finalmente en la popa, de pie, absorto en las olas.
-Ven a ver, papá.
El padre acudió y miró también en la dirección que le indicaba el muchacho, pero no alcanzó a ver nada.
-Es una cosa oscura que asoma cada tanto de la estela -dijo-, y que nos sigue.
-A pesar de mis cuarenta años -dijo su padre-, creo tener todavía buena vista. Pero no veo nada en absoluto.
Como su hijo insistiera, fue en busca del catalejo y exploró la superficie del mar allí donde estaba la estela. Stefano lo vio ponerse pálido.
-¿Qué es? ¿Por qué pones esa cara?
-Ojalá no te hubiera escuchado -exclamó el capitán-. Ahora temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que ningún otro en todos los mares del mundo. Es un escualo terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que quizá nunca nadie sabrá, escoge a su víctima y, una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima y las personas de su misma sangre.
-¿Y no es una leyenda?
-No. Yo nunca lo había visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, en seguida lo he reconocido. Ese hocico de bisonte, esa boca que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos... Stefano, no hay duda, desgraciadamente el colombre te ha elegido y mientras andes por el mar no te dará tregua. Escucha: vamos a volver ahora mismo a tierra, tú desembarcarás y nunca más te separarás de la orilla por ningún motivo. Tienes que prometérmelo. El trabajo del mar no es para ti, hijo mío. Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna.
Dicho esto, hizo invertir el rumbo inmediatamente, volvió a puerto y, con el pretexto de una inesperada indisposición, desembarcó a su hijo. Luego volvió a partir sin él.
Profundamente agitado, el muchacho permaneció en la orilla hasta que la última punta de la arboladura se sumergió detrás del horizonte. Más allá del muelle que cerraba el puerto, el mar quedó completamente desierto. Pero, aguzando la vista, Stefano alcanzó a distinguir un puntito negro que aparecía intermitentemente sobre las aguas: era «su» colombre, que iba lentamente de aquí para allá, empeñado en esperarlo.
*
Desde entonces se emplearon todos los recursos posibles para alejar al muchacho del deseo del mar. Su padre lo mandó a estudiar a una ciudad del interior distante centenares de kilómetros. Y durante algún tiempo, distraído por su nuevo ambiente, Stefano dejó de pensar en el monstruo marino. Sin embargo, cuando en las vacaciones de verano volvió a casa, lo primero que hizo en cuanto dispuso de un minuto libre fue apresurarse a ir a la punta del muelle para hacer una especie de comprobación aunque en el fondo lo considerase superfluo. Aun admitiendo que toda la historia que le contara su padre fuera verdadera, después de tanto tiempo el colombre sin duda habría renunciado a su asedio.
Pero Stefano se quedó allí parado, con el corazón desbocado. A unos doscientos o trescientos metros del muelle, en mar abierto, el siniestro pez iba arriba y abajo con lentitud, sacando de cuando en cuando el hocico del agua y volviéndolo hacia tierra, como si mirase ansiosamente si Stefano Roi aparecía por fin.
De esta suerte, la idea de aquella criatura enemiga que lo esperaba noche y día se convirtió para Stefano en una secreta obsesión. E incluso en la lejana ciudad le ocurría despertarse en plena noche víctima de la inquietud. Estaba a salvo, sí, centenares de kilómetros lo separaban del colombre. Sin embargo, sabía que más allá de las montañas, más allá de los bosques, más allá de las llanuras, el escualo lo aguardaba. Y que, aunque se trasladara al continente más remoto, el colombre se apostaría en el espejo del mar más cercano con la inexorable obstinación de los instrumentos del destino.
Stefano, que era un muchacho serio y diligente, continuó sus estudios con provecho y apenas fue un hombre encontró un empleo digno y bien remunerado en un almacén de la ciudad. Mientras tanto, su padre murió víctima de una enfermedad. Su viuda vendió su magnífico velero y el hijo se halló en posesión de una discreta fortuna. El trabajo, las amistades, las distracciones, los primeros amores: ahora Stefano se había hecho ya su vida, pero, a pesar de todo, el pensamiento del colombre lo perseguía como un espejismo a la vez funesto y fascinante; y, con el paso de los días, en vez de desvanecerse, parecía hacerse más insistente.
Grandes son las satisfacciones de la vida laboriosa, holgada y tranquila, pero aún mayor es la atracción del abismo. Apenas había cumplido Stefano veintidós años cuando, tras despedirse de sus amigos y abandonar su empleo, volvió a su ciudad natal y comunicó a su madre su firme intención de seguir el oficio paterno. La mujer, a quien Stefano jamás había hecho mención del misterioso escualo, acogió con júbilo su decisión. En el fondo de su corazón, que su hijo hubiera abandonado el mar por la ciudad siempre le había parecido una puñalada a las tradiciones de la familia.
Y Stefano comenzó a navegar, dando prueba de dotes marineras, de resistencia a las fatigas, de ánimo intrépido. Navegaba, navegaba y en la estela de su carguero, de día y de noche, con bonanza y con tempestad, se afanaba el colombre. Él sabía que aquella era su maldición y su condena, pero quizá por eso mismo no tenía fuerzas para apartarse de ella. Y a bordo nadie veía el monstruo excepto él.
-¿No ven nada por allí? -preguntaba de cuando en cuando a sus compañeros señalando la estela.
-No, no vemos nada. ¿Por qué?
-No sé. Me parecía...
-¿No habrás visto por casualidad un colombre? -decían ellos entre risas al tiempo que tocaban madera.
-¿De qué se ríen? ¿Por qué tocaban madera?
-Porque el colombre no perdona. Y si se pusiera a seguir a esta nave, eso querría decir que uno de nosotros estaba perdido.
Pero Stefano no cedía. La constante amenaza que iba en pos de él parecía más bien multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su arrojo en los momentos de fatiga y peligro.
Una vez se sintió dueño del oficio, con el pequeño caudal que le había dejado su padre adquirió junto con un socio un pequeño vapor de carga, luego se hizo su único propietario y, gracias a una serie de travesías afortunadas, pudo a continuación comprar un verdadero buque mercante y apuntar a metas cada vez más ambiciosas. Pero los éxitos, los millones, no conseguían apartar de su ánimo aquel continuo tormento; y nunca, por otra parte, se le pasó por la cabeza vender y retirarse a tierra para emprender negocios distintos.
Navegar, navegar, ese era su único afán. Apenas ponía pie en cualquier puerto después de largas travesías, en seguida lo espoleaba la impaciencia por partir. Sabía que allá lo esperaba el colombre y que el colombre era sinónimo de perdición. Era inútil. Un impulso indomable lo arrastraba de un océano a otro sin descanso.
*
Hasta que de pronto un día Stefano reparó en que se había hecho viejo, viejísimo; y ninguno de los que lo rodeaban sabía explicarse por qué, siendo rico como era, no dejaba por fin la azarosa vida del mar. Viejo, y amargamente infeliz, porque toda su existencia se había gastado en aquella especie de loca fuga a través de los mares para escapar de su enemigo. Pero para él siempre había sido más fuerte que la dicha de una vida holgada y tranquila la tentación del abismo.
Y una tarde, mientras su magnífica nave se hallaba fondeada frente al puerto donde había nacido, se sintió próximo a morir. Entonces llamó a su segundo oficial, en quien tenía mucha confianza, y le instó a que no se opusiera a lo que pensaba hacer. El otro se lo prometió por su honor.
Una vez seguro de esto, Stefano reveló al segundo oficial, que lo escuchaba turbado, la historia del colombre que durante casi cincuenta años lo había seguido sin cesar inútilmente.
-Me ha seguido de un confín a otro del mundo -dijo- con una fidelidad que ni el amigo más noble habría podido mostrar. Ahora me voy a morir. También él, ahora, estará terriblemente viejo y cansado. No puedo traicionarlo.
Dicho esto, se despidió, hizo arriar un bote y, después de hacer que le dieran un arpón, partió.
-Ahora voy a su encuentro -anunció-. Es justo que no lo defraude. Pero lucharé con las fuerzas que me quedan.
Con débiles golpes de remo se alejó del barco. Oficiales y marineros lo vieron desaparecer a lo lejos, sobre el plácido mar, envuelto en las sombras de la noche. En el cielo, como una hoz, lucía la luna.
No tuvo que esforzarse mucho. Súbitamente, el horrible hocico del colombre emergió al lado de la barca.
-Aquí me tienes por fin -dijo Stefano-. ¡Ahora es cosa nuestra!
Y, reuniendo sus últimas energías, levantó el arpón para lanzarlo.
-Ah -se quejó con voz suplicante el colombre-, qué largo camino hasta encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías, huías. Y nunca has comprendido nada.
-¿Por qué? -dijo Stefano picado en su orgullo.
-Porque no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto.
Y el escualo sacó la lengua, tendiendo al viejo capitán una esfera fosforescente.
Stefano la cogió entre los dedos y miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar que procura a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora era ya demasiado tarde.
-Ay de mí -dijo meneando tristemente la cabeza-. Qué horrible malentendido. Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia; y he arruinado la tuya.
-Adiós, hombre infeliz -respondió el colombre. Y se sumergió en las aguas negras para siempre.
*
Dos meses más tarde, empujado por la resaca, un bote arribó a una áspera escollera. Fue avistado por algunos pescadores que, movidos por la curiosidad, se acercaron. En el bote, todavía sentado, había un blanco esqueleto; y, entre sus dedos descarnados, sujetaba un pequeño guijarro redondo.
El colombre es un pez de grandes dimensiones, espantoso a la vista, sumamente raro. Dependiendo de los mares y de los pueblos que habitan las orillas, recibe también el nombre de kolomber, kahloubrha, kalonga, kalu-balu, chalung-gra. Curiosamente, los naturalistas desconocen su existencia. Hay quien sostiene que no existe.
FIN