nombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.net

miércoles, 19 de diciembre de 2012

La lotería - Shirley Jackson - Ciudad Seva

La lotería - Shirley Jackson - Ciudad Seva:

La lotería[Cuento. Texto completo.]Shirley Jackson
La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.
 
Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
 
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
 
El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.

Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.

Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.

Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.

En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.

-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces  recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
 
Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:
 
-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
 
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:
 
-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
 
-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
 
-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
 
-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.
 
El señor Summers consultó la lista.
 
-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
 
-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
 
-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
 
Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.
 
-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
 
-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
 
Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.
 
-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.
 
El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
 
-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
 
-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.
 
Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
 
-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
 
Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
 
-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson... Bentham.
 
-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
 
-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.

-Clark... Delacroix...

-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
 
-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».
 
-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
 
-Harburt... Hutchinson...
 
-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
 
-Jones...
 
-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
 
-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
 
-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.
 
-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.
 
-Martin... -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke... Percy...
 
-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.
 
-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.
 
-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.
 
El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
 
-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.
 
-Watson... -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
 
-Zanini...
 
Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:
 
-Muy bien, amigos.
 
Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
 
-Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
 
Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
 
-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
 
-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.
 
Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
 
-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
 
-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
 
-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
 
-Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.
 
-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
 
Consultó su siguiente lista y añadió:
 
-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
 
-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!
 
-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
 
-No ha sido justo -insistió Tessie.
 
-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
 
-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
 
-Sí -respondió Bill Hutchinson.
 
-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.
 
-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
 
-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
 
El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
 
-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.
 
-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
 
El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
 
-Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
 
-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.
 
-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
 
El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
 
-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
 
El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
 
-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie...
 
La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
 
-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.
 
Los espectadores habían quedado en silencio.
 
-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
 
-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
 
-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
 
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
 
-Tessie... -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
 
-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.
 
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
 
-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.
 
Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
 
-Vamos -le dijo-. Date prisa.
 
La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
 
-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
 
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
 
-¡No es justo! -exclamó.
 
Una piedra la golpeó en la sien.
 
-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
 
-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.
 
FIN
"The Lottery",
The New Yorker
, Estados Unidos, 1948

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes - Gustav Meyrink - Ciudad Seva

Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes - Gustav Meyrink - Ciudad Seva:

Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes[Cuento. Texto completo.]Gustav Meyrink
-¡Knödlseder, hazte a un lado! -ordenó Andreas Humplmeier, el águila real, apoderándose bruscamente del trozo de carne que la mano dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.-Porquería de animal, ojalá se muera -protestaba indignadísimo el anciano buitre de los Alpes, que en los largos años de encierro se había vuelto terriblemente corto de vista y no podía soportar que se aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad; voló hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la esperanza de dar en su adversario.

Pero Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un rincón devoró impasible la carne recién hurtada limitándose tan solo a levantar despectivamente las plumas de su cola mientras se mofaba:

-¡No te pongas belicoso, que te doy una cachetada!
¡Y esta ya era la tercera vez que Amadeo Knödlseder se quedaba sin cenar!

-¡Esto no puede seguir así -rezongaba cerrando los ojos para no tener que ver la sonrisa desvergonzada que le dirigía el marabú de la jaula vecina y que quietecito en su rincón aparentaba estar "dando gracias a Dios", una actividad a la que su condición de pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso-, esto no puede seguir así!

Knödlseder dejó que los acontecimientos de las últimas semanas volvieran a sucederse en su memoria: tenía que reconocer que al principio la conducta indudablemente original del águila real le había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad en que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos -zancudos igual que las cigüeñas- y tremendamente petulantes; cuando hicieron su entrada, el águila exclamó:

-¡Epa, epa, qué es esto! ¿Qué clase de alimañas son?

-Somos grullas vírgenes -fue la respuesta.

-Para quien se lo quiera creer -había respondido el águila real para regocijo de todos los presentes; pero lástima que pronto el carácter zumbón de este muchacho también se volvió contra él, y fue así que un día se puso secretamente de acuerdo con un cuervo, que hasta entonces había sido un compañero bastante agradable, y aprovechando el hecho de que una niñera se había acercado imprudentemente al enrejado con su cochecito de bebé, le sustrajeron la goma de una de las ruedas; luego colocaron el caño de goma en el comedero de la jaula y el águila real había tenido el tupé de señalarlo con el pulgar diciendo:
-Amadeo, ahí tienes un chorizo.
Y él, que hasta el momento había sido el orgullo del Jardín Zoológico, él, el venerado buitre de los Alpes... se lo creyó: se apoderó del caño de goma y lo llevó en rápido vuelo hasta su barra, donde comenzó a tironear y tironear hasta que el caño se fue haciendo cada vez más largo y finito, rompiéndose por fin arrojándolo hacia atrás con violencia, de modo que, por primera vez en su vida, cayó al suelo provocándose una dolorosa torcedura en el cogote. Inconscientemente, Knödlseder se estaba tanteando ahora, al recordarlo, la parte lastimada. Y de nuevo lo acometió un ataque de furia, pero se dominó rápidamente para no darle al marabú la ocasión de una nueva burla. Echó una rápida mirada hacia abajo: no, por suerte el antipático animalejo no había notado nada y seguía tranquilamente hincado "dando gracias a Dios".

Esta noche se concreta una huida, resolvió el buitre de los Alpes tras largo cavilar: "prefiero la libertad con su lucha por la vida, antes que permanecer un solo día más con ese ser indigno". Un breve ensayo le confirmó que las bisagras de la puerta de la jaula seguían oxidadas -un secreto que ya conocía desde hacía mucho tiempo y que guardaba celosamente para sí-, lo que facilitaba considerablemente sus planes.

Consultó su reloj de bolsillo: ¡Las nueve! ¡Pronto sería de noche! Esperó una hora más y comenzó a empacar silenciosamente su maleta. Un camisón, tres pañuelos (se los acercó uno por uno a los ojos: ¿llevaban las iniciales A. K.?, sí, eran los suyos), su libro de misa con el trébol de cuatro hojas guardado cuidadosamente entre las gastadas páginas, y por fin -una lágrima nostálgica mojó sus párpados- el viejo y querido braguero, pintado amorosamente para simular un cuero de víbora, que su dulce madrecita le había regalado para Pascuas pocos días antes de que manos humanas lo secuestraran ... y con el que tanto le había gustado jugar.

Bueno, ya estaba todo listo. La maleta cerrada y la llave bien guardada en su buche. Casi me convendría, pensaba Knödlseder, esperar a que el señor Director me diera un certificado de buena conducta. Nunca se puede saber...; pero desechó este pensamiento casi de inmediato; no sin razón, se dijo que a pesar de su proverbial ingenuidad, la dirección del Jardín Zoológico podría no estar de acuerdo con su partida.

-No, creo que me conviene más dormir una horita.
Ya estaba a punto de cobijar la cabeza bajo el ala, cuando lo sobresaltó un ruido sospechoso. Aguzó el oído. No era nada de importancia: el marabú, que secretamente era un gran adicto a los juegos de azar, estaba jugando al par o impar bajo palabra de honor consigo mismo a la tenue luz de la luna. Y lo hacía de la siguiente manera: tragaba un puñado de piedritas y volvía a escupir algunas: si el número que resultaba de esta operación era impar, había "ganado". El buitre de los Alpes lo estuvo observando durante un buen rato divirtiéndose de lo lindo al ver que el marabú perdía a cada rato, hasta que un nuevo ruido -proveniente esta vez de la construcción de cemento que embellecía el interior de la jaula- distrajo abruptamente su atención. Era un cuchicheo y estaba dirigido a él:
-Pst, señor Knödlseder.

-¿Qué hay? -contestó el buitre de los Alpes con el mismo tono de voz y bajó volando suavemente de su barra.

Era un erizo, que si bien era un bávaro de nacimiento igual que el águila real, se diferenciaba fundamentalmente de este por su carácter apacible y bonachón, enemigo declarado de las bromas pesadas.

-Usted está por huir -comenzó diciendo mientras señalaba la maleta. Por un instante el buitre de los Alpes pensó terminar con esta intromisión cerrando la boca del erizo para siempre -por pura cautela, se entiende-, pero la confiada mirada de su interlocutor lo desarmó por completo-. ¿Conoce usted bien los alrededores de Munich, señor Knödlseder?

-No -tuvo que reconocer sorprendido el buitre de los Alpes.
-Ya me parecía. Yo le puedo ser de utilidad. Bueno, primero: en cuanto salga, doble hacia la izquierda y se mantiene sobre su mano derecha. Después usted mismo se va a dar cuenta. Y después ... -el erizo hizo una pausa para aspirar con admirable rapidez una pizquita de rapé-, y después sigue volando derechito para adelante. Y mucha suerte en el viaje, señor vecino -cerró el erizo su locución y desapareció.
Todo resultó a las mil maravillas. Antes de que amaneciera, Amadeo Knödlseder había logrado abrir silenciosamente la puerta de la jaula, y después de haberse apoderado del sombrerito tirolés y los tiradores bordados propiedad de Humplmeier, que a la sazón roncaba como un aserradero, tomó su maletita y ahuecó el ala puntualmente. Y aunque toda esta actividad logró sacar al marabú de su sueño siempre tan liviano, nada desagradable sucedió, ya que el muy beato se creyó nuevamente obligado a colocarse en su rincón para dar gracias a Dios.

-¡Uf, cuánta chatura! -protestaba el buitre de los Alpes a la vista de la ciudad sumida en sueños, tal como se le mostraba a la primera luz rosada del día mientras volaba hacia el Sur- ¡y a esto lo llaman metrópolis del arte!

Acalorado por el esfuerzo desacostumbrado, pronto se sintió sediento, y al divisar un pueblito que le pareció simpático se decidió a bajar y regalarse con una buena medida de cerveza. Comenzó a pasearse muy orondo por las calles dormidas. A esa hora parecía no haber ninguna taberna abierta. La única tienda que ofrecía una excepción a esta inactividad mortal era una cuyo cartel rezaba: Almacén de Ramos Generales, de Bárbara Muschelknaus.

El buitre de los Alpes se detuvo delante del abigarrado escaparate y lo estudió con atención: de pronto cruzó por su cerebro un pensamiento luminoso. Abrió la puerta de la tienda y entró muy decidido. Durante la noche anterior ya lo había estado atormentando el problema de cómo ganarse la vida una vez que estuviera afuera. ¿Andar volando por ahí en busca de un botín? ¿Con esta vista que ya no me sirve para nada? ¿Probar qué tal me va con la fabricación de guano? Humm, para eso se necesita en primer término, comer, y comer mucho:ex nihilo nihü fit; pero ahora, súbitamente, se le abría un camino nuevo.

-¡Cielos, qué animalejo más repulsivo! -chilló la vieja señora Muschelknaus al contemplar el primer cliente de la jornada; pero se tranquilizó muy pronto cuando Amadeo Knödlseder, tras palmearle cariñosamente las mejillas, le dio a entender con palabras cuidadosamente escogidas que necesitaba completar su equipaje con una colección de corbatas de muy buen gusto, como las que estaban expuestas en el escaparate.

Conquistada por el comportamiento tan educado y jovial del buitre de los Alpes, la vieja comenzó a apilar con diligencia docenas de corbatas sobre el mostrador. Y al distinguido caballero le gustaban todas, tanto es así que pidió que se las fuera acomodando en una caja de cartón, sin discutir el precio. Con respecto a la más cara de todas, una color rojo fuego, solo comentó que quería llevarla puesta, y mirando a la dueña con ojos soñadores le rogó que se la atara alrededor de su flaco cuello; mientras ella así lo hacía, él canturreaba:
Un beso ardiente de tu boca de rosa
me recuerda
aquellos rojos amaneceres, hurrá;
hurrá, hurrá, hurrá.
-Vaya, qué bien le queda -exclamó feliz la vieja-. ¡Pero si parece un verdadero (picapleitos de parranda, casi se le escapa)... duque!
-Bueno, ahora, y si no le ocasiona demasiadas molestias, le pediría un vaso de agua fresca -trinó el buitre de los Alpes.
Casi loca de contento, la pobre salió corriendo hacia las habitaciones traseras de la casa; y apenas hubo desaparecido de la vista, Amadeo Knödlseder tomó la caja de cartón, salió como disparado de la tienda y en menos de un minuto ya se hallaba flotando por los aires rumbo al azul del cielo. Y aunque pronto se hicieron oír los improperios lanzados a viva voz por la tendera, el desalmado no sintió el menor remordimiento; con la maleta en la izquierda y la caja de cartón bien sujeta entre las garras de la derecha, siguió tranquilamente su camino a través del éter. Recién a altas horas de la tarde -los rayos del sol poniente se aprestaban ya a dar el beso de despedida a las sonrosadas cumbres de los Alpes-, condujo su raudo vuelo hacia abajo. Los aromas balsámicos del terruño abanicaban mimosos su rostro y su vista se perdía embriagada en el paisaje.
De las verdes praderas se elevaba melodioso el melancólico cantar de los pastores, acompañado por el argentino tintinear de las manadas. Guiado por el instinto certero de un hijo de los aires, Amadeo Knödlseder descubrió bien pronto, para su enorme regocijo, que un destino benévolo había conducido su vuelo hasta las cercanías de una próspera aldea de lirones. Y si bien es cierto que apenas avistado el peligroso visitante, los lugareños corrieron a buscar la protección de sus hogares, sus temores se aquietaron casi tan rápidamente como habían surgido al observar que Knödlseder no solo no le tocó ni un solo pelo a un lirón muy viejito que no había podido huir a tiempo y que se dirigía al comercio de granos que había en la localidad, sino que se inclinaba respetuosamente ante él, quitándose el sombrero, para preguntarle si no le podría recomendar una buena posada con precios razonables.
-A juzgar por su acento usted no es de aquí, ¿verdad? -dijo para entablar una conversación, después de que el lirón, tartamudeando de miedo, le dio la información requerida.
-No, no -balbuceó el anciano caballero.
-¿Del sur tal vez?
-No. De... de Praga.
-Ah, y por lo tanto judío, ¿no? -siguió inquiriendo el buitre de los Alpes, mientras le sonreía amigablemente guiñando un ojo.
-¿Yo? ¿Y... yo? ¡Pero, qué ocurrencia señor buitre de los Alpes! -negó enfáticamente el lirón, temiendo seguramente tenérselas que ver con un ruso-. ¿Judío yo? Todo lo contrario, por más de diez años fui shabes-goy con una familia judía pero buena.

Una vez que el buitre de los Alpes se hubo enterado de toda suerte de detalles acerca de la vida y las costumbres del lugar, y después de haber manifestado su profunda satisfacción por el hecho de que no existiera allí ninguna clase de lugares nocturnos, ni buenos ni malos, dejó al pobre lirón en libertad y se dispuso a buscar un lugar donde afincarse. La suerte le seguía sonriendo, y antes de que cayera la noche ya había conseguido alquilar en las cercanías del mercado una tienda elegantísima con su correspondiente vivienda, que daba a los fondos de la casa, cada habitación con entrada independiente.

Los días y las semanas fueron transcurriendo en la mayor de las calmas; los vecinos ya habían olvidado por completo sus temores del comienzo y las calles del pueblo se hallaban animadas como siempre por el murmullo alegre de sus habitantes. Prolijamente escrito con letra cursiva, podía leerse en el cartel de madera que colgaba sobre la entrada de la tienda recién inaugurada: CORBATAS EN TODOS LOS COLORES. Vende AMADEO Knödlseder (se conceden rebajas), y todos se agolpaban para admirar las llamativas mercancías expuestas en el escaparate.

Antes, cuando pasaban las bandadas de patos silvestres haciendo alarde de las brillantes corbatas con que los había obsequiado la naturaleza, en la aldea reinaba siempre cierto malestar motivado por la mal disimulada envidia. ¡Pero cómo habían cambiado las cosas ahora! Todo vecino que se preciaba de ser alguien poseía una corbata de primerísima calidad y mucho, mucho más brillante todavía. Las había rojas, azules, amarillas, y hasta hubo quien hallara una a cuadros entre tanta maravilla; sin hablar del señor alcalde, que se había conseguido una tan larga, que al andar se le enredaba constantemente entre las patas delanteras.

La firma Amadeo Knödlseder se hallaba en boca de todo el pueblo para señalar, antes que nada, las virtudes personales de que hacía gala su propietario, de todas las virtudes ciudadanas. Ahorrativo, trabajador, diligente y medido en sus costumbres (solo bebía limonada). Durante el día atendía a su clientela, en la tienda propiamente dicha, y de tanto en tanto invitaba a algún comprador especialmente seleccionado a que pasara a las dependencias del fondo, donde solía permanecer luego largo rato, haciendo seguramente anotaciones en el libro mayor. Tal la creencia general, ya que en esas ocasiones se lo oía eructar ruidosamente, y todo el mundo sabe que, tratándose de un comerciante próspero, eso es signo de una gran actividad mental.

El hecho de que el visitante no abandonara nunca el comercio por la parte de adelante, no llamaba mayormente la atención. ¡Habiendo tantas salidas por la parte de atrás! Después del cierre, Amadeo Knödlseder solía sentarse en un escarpado para tocar melodías románticas en su dulzaina, hasta que la adorada de su corazón -una gamuza solterona, con lentes y manta escocesa- se acercaba con sus breves pasitos por las rocas de enfrente. Entonces la saludaba con un mudo y rendido gesto y ella contestaba con un recatado movimiento de su cabecita. Ya se estaba corriendo la voz de que ahí tenía que haber algo, y los enterados aprobaban con regocijo la tierna relación, ya que resultaba realmente edificante poder presenciar con los propios ojos un cambio tan favorable en la vida de un individuo con las taras hereditarias que necesariamente debía tener todo buitre de los Alpes.

Lo único que impedía que la felicidad del pueblito fuese completa, era la circunstancia -tan desdichada como sorprendente- de que el número de la población disminuía de un modo inexplicable, casi se podría afirmar que de semana en semana. Ya no quedaba una sola familia de lirones que no hubiera registrado a uno de sus miembros en la sección de personas desaparecidas. Se barajaban un sin fin de posibilidades, y se seguía aguardando, pero ninguno de los familiares echados de menos regresaba al hogar.

Y cierto día se notó la falta de... ¡nada menos que la señorita gamuza! Hallaron su frasquito de sales al borde de unos riscos; parecía casi evidente que había caído al fondo del abismo a consecuencia de alguno de sus acostumbrados vahídos. La congoja de Amadeo Knödlseder era total. Una y otra vez descendía con las alas desplegadas hasta el lugar en que presumiblemente yacía su bienamada para -así afirmaba él con desconsuelo-, hallar por lo menos sus restos y poder darles cristiana sepultura. Y, entre vuelo y vuelo, se le podía ver sentado entre las piedras -en la boca un mondadientes- con la vista perdida en el vacío.

Llegó al extremo de descuidar por completo su comercio de corbatas. Y entonces, cierta noche, se produjo una relación terrible. El propietario del inmueble -un viejo gruñón y chismoso- hizo su aparición en el destacamento de policía exigiendo que se forzara la entrada a la tienda y se secuestraran todas las existencias, ya que no estaba dispuesto a seguir esperando un solo día más el pago del alquiler adeudado.
-¡Hum! ¡Qué extraño! ¿El señor Knödlseder adeuda el alquiler? -el oficial de guardia no podía creerlo-, ¿y para qué demonios tirar abajo la puerta? ¡A esta hora debe estar en casa durmiendo, con despertarlo basta!
-¿Ese y en casa? -el viejo lirón estalló en una sonora carcajada- ¿Nada menos que ese? ¡Pero si nunca regresa antes de las cinco de la madrugada y siempre borracho como una cuba!
-¿Borracho? -el oficial de guardia comenzó a impartir órdenes.
Ya comenzaban a asomar las primeras luces del alba, y los esbirros seguían chorreando sudor tratando de forzar el pesado candado que mantenía cerrada la parte del fondo de la tienda.Una multitud excitadísima se paseaba de aquí para allá en la plaza del mercado.
-¡Quiebra fraudulenta! No, falsificación de letras de cambio -y así iban cambiando sucesivamente las diversas versiones.
-¡Jí, jí, quiebra fraudulenta! ¡Háganme el favor! ¡Jí!
El que así se expresaba era nada menos que el anciano comerciante de granos, que desde aquel encuentro tan enojoso con Knödlseder no se había dejado ver nunca más en la vía pública.

El desconcierto general iba creciendo y creciendo. Hasta las elegantes damitas que regresaban a casa -de vaya a saber uno qué diversiones- envueltas en sus finas pieles, hacían parar sus coches para preguntar qué sucedía. Y de pronto un ruido formidable: la puerta había cedido por fin a la presión de los más forzudos. ¡Y qué horrible espectáculo se ofrecía ahora a la vista de los azorados concurrentes! De la habitación abierta salía un olor nauseabundo y adonde quiera que uno dirigiera la mirada: trozos de piel masticados y vueltos a escupir, huesos roídos apilados en montones que llegaban hasta casi el cielorraso, huesos sobre la mesa, huesos en los estantes, hasta en los cajones de la cómoda y en la caja fuerte: huesos y más huesos. La multitud quedó como paralizada; ahora ya no cabía duda acerca del paradero de los vecinos desaparecidos. Knödlseder se los había comido, no sin antes despojarlos de la mercadería previamente adquirida... ¡un segundo "Joyero Cardillac" de la novela de la señorita de Scuderi!

-¿Y qué me cuentan ahora de la quiebra fraudulenta? -comenzó de nuevo el viejo marmota acaparador de granos. Ahora todos lo admiraban por haber sido tan inteligente como para prohibirle a su familia todo trato con ese asesino sinvergüenza.
-¿Cómo es posible, estimado vecino, que usted fuese el único que mantuviera en pie su desconfianza? ¡Había tantas razones para suponer que podía haber cambiado...!
-¿Un buitre de los Alpes cambiar? -preguntó el anciano, siempre con el mismo tono de burla-.¡El que fue buitre alguna vez, seguirá siendo buitre durante el resto de su vida, y más si se trata de un buitre de los Alp...! -no pudo seguir hablando: voces humanas se acercaban. ¡Turistas!
En un abrir y cerrar de ojos, todos los lirones desaparecieron. Incluido el marmota sabio.
-¡Qué belleza! ¡Una verdadera maravilla! ¡Qué soberbio amanecer! ¡Ohhhh! -exclamaba una de las voces. Pertenecía a una rubicunda damisela, de nariz respingada, que acto seguido se hizo ver en la meseta horadando el aire con su ondulante busto, los ojos muy abiertos y redondos como dos huevos fritos (solo que no tan amarillos, sino más bien azules) y enterando a quien quisiera enterarse de su romántica apreciación de la naturaleza-. ¡Ohhhh! Y ahora, en medio de este paisaje, con el que madre natura ha sido tan, pero tan pródiga, ya no le permitiría repetir, señor Klempe, lo que me dijera abajo en el valle acerca de los italianos. Ya verá usted. Cuando la guerra haya terminado, los italianos van a ser los primeros en venir a tendernos la mano y reconocer:
-¡Querida Alemania, perdónanos, pero esta vez prometemos cambiar!
FIN

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Arrepentimiento - Guy de Maupassant - Ciudad Seva

Arrepentimiento - Guy de Maupassant - Ciudad Seva:

Arrepentimiento[Cuento. Texto completo]Guy de Maupassant
I
El señor Saval acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de otoño; las hojas caen lentamente con la lluvia, formando también una lluvia más apretada y más lenta. El señor Saval no está satisfecho. Va de la chimenea a la ventana y de la ventana a la chimenea. La vida tiene días tristes, y para el señor Saval en adelante solo tendrá días tristes, porque ha cumplido sesenta y dos años. Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se interese por él. ¡Es muy triste morir aislado sin dejar un afecto profundo!
Piensa en su vida sin encantos y sin atractivos. Y recuerda en el pasado, en su niñez lejana, la casa paterna, el colegio, las vacaciones, la universidad. Luego, la muerte de su padre.
Vive con su madre; viven los dos, el joven y la vieja, tranquilamente, sin desear nada. Pero la madre muere también. ¡Qué triste vida! Y el hijo queda solo. Envejece y morirá cualquier día. Desapareciendo él, todo habrá terminado; todo, ni rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué terrible cosa! Y otros vivirán, amarán, reirán. Sí, habrá siempre quien se divierta, y él no se divierte nunca. Es raro que se pueda reír y estar alegre con la certeza de la muerte. Si la muerte fuera solo probable, aún habría esperanza; pero no, es tan segura como la noche después del día.
¡Y aún si la vida tuviera encantos! Desde que nació no hizo nada. No tuvo aventuras, ni grandes goces, ni éxitos, ni satisfacciones de ninguna especie. Nada, no había hecho nada; su vida se redujo a levantarse, vestirse, comer y acostarse; todo a horas fijas. Y así pasó en este mundo sesenta y dos años. Ni siquiera se había casado, como la mayor parte de los hombres. ¿Por qué? ¿por qué no se había casado? Pudo hacerlo, pues tenía bastante renta para mantener una familia. ¿Tal vez no se le había presentado la ocasión?... Acaso. Pero se buscan las ocasiones. Era un poco negligente, abandonado…Eso fue la causa de todo: su daño, su defecto, su vicio. ¡Cuántas gentes malogran su vida por abandono! ¡Es tan difícil para ciertas naturalezas moverse, agitarse, hablar, insistir!

II
Nadie lo había querido. Ninguna mujer durmió sobre su pecho en completo abandono de amor. Desconocía las deliciosas angustias del que aguarda, el divino estremecimiento de una mano sintiendo la opresión de otra, el éxtasis de la pasión triunfante. ¡Qué dicha sobrehumana debe de inundar el corazón cuando los labios de dos bocas se acarician por primera vez, cuando cuatro brazos, oprimiéndose, forman de dos seres uno solo, un ser inmensamente feliz, un alma de dos almas, ansiosas la una de la otra!
El señor Saval se había sentado junto a la chimenea, envuelto en su bata.
Ciertamente su vida estaba frustrada, en absoluto frustrada. Sin embargo, una vez tuvo un amor; había querido a una mujer secreta, dolorosa y descuidadamente, como lo hacía todo. Sí, había querido a su amiga la señora de Sandres, mujer de un antiguo camarada. ¡Oh, si la hubiese conocido soltera! Pero la conoció tarde, cuando ya estaba casada. Él también se hubiera casado con aquella mujer que le inspiró amor desde el primer instante, y a la cual siempre quiso.
Recordaba sus emociones de cada vez que la veía, sus tristezas de cuando se apartaba, las veces que no pudo en toda la noche descansar pensando en ella.
Por la mañana se sentía menos apasionado que por la noche. ¿Qué motivo habría?
¡Qué bonita, qué rubia, qué rizada era en sus años floridos! Sandres no era el hombre que aquella mujer necesitaba. Sin embargo, a los cincuenta y ocho años ella parecía dichosa.
¡Oh, si le hubiera querido en otro tiempo! ... ¡Si le hubiera querido! Y ¿quién sabe si le había querido?
Si hubiese adivinado aquel amor profundo... Y ¿quién sabe si lo adivinó alguna vez? Y si lo adivinó, ¿qué pensaría entonces? Y si él hablara, ¿qué hubiese contestado ella?
Y Saval se hacía mil preguntas más, reviviendo su pasado, interesándose por buscar y recoger una porción de sucesos insignificantes.
Recordaba las horas que pasaron en casa de Sandres, jugando a las cartas, cuando la mujer era bonita y joven.
Y recordaba cuántas palabras le había dicho ella y las entonaciones que usó para decírselas; recordaba las mudas sonrisas que significaron tantas cosas.
Recordaba los paseos de los tres a la orilla del Sena, los almuerzos campestres en domingo siempre, porque Sandres estaba empleado en la Subprefectura. Y de pronto le sorprendió la imagen clara de una hora pasada con ella en un bosque, junto al río.

III
Habían salido por la mañana, llevando sus provisiones en paquetes. Era un día de primavera, uno de esos días en que hasta el aire embriaga. Todo estaba perfumado y brindando goces.Los pájaros cantaban mejor y volaban con más ligereza.
Habían comido sobre la hierba y a la sombra de un sauce, cerca del agua adormecida por el sol. El aire tibio, impregnado en perfumes de savia, se respiraba con delicia. ¡Qué dulzuras las de aquel día!
Después de almorzar, Sandres se había dormido al pie de un árbol.
-El mejor sueño de su vida -según dijo cuando despertó.
La señora de Sandres, del brazo de Saval, paseaba por la orilla del río.
Apoyándose mucho en él, reía diciendo:
-Estoy un poco borracha, bastante borracha.
Saval, mirándola fijamente, sentía estremecimientos y palpitaciones; palidecía, temiendo que sus ojos no se mostraran con exceso atrevidos, que un temblor de su mano revelara su secreto.
Ella se había hecho una corona con flexibles tallos y lirios de agua, y le preguntó:
-¿Le gusto a usted así?
Como él no contestó nada -no se le ocurría nada que contestar, y más fácil hubiérale sido caer a sus píes de rodillas-, ella soltó la risa, una risa casi burlona y despechada, gritándole:
-¡Tonto, más que tonto! Hable usted al menos.
Él estuvo a punto de llorar, sin que acudiese ni una sola palabra en su ayuda.
Y todo esto lo recordaba como el primer día.
¿Por qué le había dicho ella: «¡Tonto, más que tonto! Hable usted al menos?»
Recordaba de qué modo, con cuánta dulzura lo oprimía, apoyándose en él. Y al inclinarse para pasar por debajo de un árbol de ramas caídas, la oreja de la señora Sandres había rozado la mejilla del señor Saval, ¡su mejilla!, y él había retirado la cabeza con un movimiento brusco para que no creyera ella voluntario aquel contacto.
Cuando él dijo: «¿Le parece si es hora de que volvamos?», ella le arrojó una mirada singular. Cierto; le miró entonces de un modo extraño. De pronto no lo tomó en cuenta y al cabo de los años lo recordaba minuciosamente.
Ella le había dicho:
-Como usted quiera; sí está usted cansado ya, volveremos.
Y él había contestado:
-Yo no me fatigo, señora; pero es posible que Sandres haya despertado.
Y ella replicó, encogiéndose de hombros:
-Si teme usted que haya despertado mi marido, es otra cosa; volvamos.
Al volver ella silenciosa, ya no se apoyaba en el brazo de su amigo. ¿Por qué?
Este «por qué» no había encontrado respuesta y era una preocupación constante. Al cabo de los años, el señor Saval creyó entrever algo que no había entendido nunca.
Acaso ella...

IV
Ruborizándose, se levantó conmovido, emocionado, como si treinta años antes hubiera oído en labios de la señora Sandres un «¡te quiero!»
¿Seria posible acaso? Esta sospecha que despertaba en su espíritu lo torturó. ¿Era posible que a su tiempo no viese, no adivinase nada?
¡Oh, si eso fuera cierto, si hallándose tan cerca de la dicha no hubiera sabido aprovecharla!
Se resolvió. Lo ahogaban las dudas. Quería saber la verdad. ¡La verdad!
Se vistió de prisa, de cualquier modo, pensando:
«He cumplido sesenta y dos años; ella tiene cincuenta y ocho. Bien puedo permitirme la pregunta.»
Y salió.
La casa de Sandres estaba en la otra acera de la misma calle, casi frente a la casa de Saval.
La criada se extrañó de verle tan temprano.
-¡Usted por aquí a estas horas, señor Saval! ¿Ha ocurrido algo?
Saval contestó:
-Nada, hija mía. Pero di a la señora que necesito hablar con ella lo antes posible.
-La señora está en la cocina preparando confituras para el invierno y no está presentable para visitas, como usted puede suponer.
-Bueno; dile que necesito hacerle una pregunta importante.
La muchacha se fue y Saval recorría el salón con pasos nerviosos. Se sentía desligado, resuelto en semejante ocasión. ¡Oh! Iba entonces a preguntarle aquello como le hubiera preguntado por una receta de cocina. ¡Tenía ya sesenta y dos años!
Se abrió la puerta y entró la señora. Era ya una matrona muy abultada, con las mejillas redondas y la risa fácil y sonora. Su gordura no le permitía fácilmente acercar los brazos al talle y elevaba los brazos desnudos y salpicados de almíbar. Al entrar pregunto con inquietud:
-¿Qué le ocurre a usted, amigo mío; está enfermo?
Y él respondió:
-No estoy enfermo, amiga y señora; pero me escarabajea una duda, para mí de mucha importancia, que me oprime el corazón, y vengo a que usted me la resuelva. ¿Promete contestarme con sinceridad?
Ella sonrió, diciendo:
-He sido siempre muy sincera. Pregunte.
-Pues ahí va. Yo he vivido enamorado, queriendo a usted siempre, desde que la vi por vez primera. ¿Usted lo sospechaba?
Ella contestó, riendo, con algo de la ternura que impregnó en otro tiempo sus palabras:
-¡Tonto, más que tonto! Lo supe desde el primer día.
Saval, temblando, balbució:
-¿Usted lo sabía? Entonces...
Y se contuvo.
Ella preguntó:
-Entonces... ¿qué?
Saval, decidiéndose, continúo:
-Entonces, ¿qué pensaba usted? ¿Qué..., qué..., qué me hubiera contestado?
Ella, riendo mucho, mientras una gota de almíbar se deslizaba por sus dedos, le dijo:
-Como usted nada preguntó... ¡No era cosa de que yo me declarase!
Avanzando hacia ella, Saval insistía:
-Dígame, dígame... ¿Recuerda usted una tarde, cuando Sandres se durmió sobre la hierba, después de almorzar, y nos fuimos juntos, del brazo, lejos?...
Se detuvo. La señora no dejaba de reír, mirándole fijamente a ojos.
-¡Vaya si me acuerdo!
Saval prosiguió, estremeciéndose:
-Pues, bueno; si aquel día yo hubiera sido... yo hubiera sido... más osado..., ¿qué hubiera hecho usted?
Ella, sonriendo como una mujer dichosa, que no tiene de qué arrepentirse ni desea nada, respondió francamente, con voz clara y una punta de ironía:
-Hubiera cedido seguramente.
Y dejándole plantado volvió a cocina.

V
Saval salió a la calle aterrado como después de un desastre. Andaba como impulsado por un instinto en dirección al río, sin pensar a dónde iba, mojándose, porque llovía mucho. Su traje chorreaba; su sombrero, deformado, parecía un canal. Y andaba sin descanso hasta llegar al sitio donde almorzaron aquella mañana. El recuerdo lejano le torturaba el corazón.
Se sentó al pie de los árboles, desnudos ya de hojas, y lloró.
FIN

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Muerte de un hermano - Haroldo Conti - Ciudad Seva

Muerte de un hermano - Haroldo Conti - Ciudad Seva:

'
Muerte de un hermano[Cuento. Texto completo.]Haroldo Conti
A mi madre
    
El viejo ni siquiera sintió el golpe. Solamente un blando adormecimiento que le subía desde los pies. Algunas voces crecieron hacia el medio de la calle y después recularon suavemente.
El hombre se aproximó desde la niebla que lo rodeaba y se inclinó sobre él.
-Juan...
El hombre sonrió.
-¡Juan!
-¿Qué tal, hermano?
-¿De dónde sales, Juan?
Le apuntó con un dedo sin dejar de sonreír.
-¿No te dije que algún día iba a volver?
-Sí... eso dijiste... ¡claro que sí!
La niebla se agitó detrás de la figura. Varas de sombras avanzaban hacia él pero cuando trató de reconocerlas se comprimieron y juntaron en una franja circular.
-Juan, hermanito...
Movió la cabeza para uno y otro lado.
-Ha pasado tanto tiempo... No tienes idea.
-Lo sé.
-¡Oh, no!... el tiempo para ti es otra cosa. Me refiero al mío, muchacho... Te esperé, claro que te esperé... Yo le decía a esta gente -trató de señalar-, esta gente...
Entrecerró los ojos y lo miró con fijeza. Era él, no había duda. El mismo rostro duro y franco.
-Yo también llegué a dudar, ¿sabes? -reconoció entonces por lo bajo.
Y la voz se le quebró en la garganta.
-Bueno, se comprende.
-Supongo que sí...
-Pero en el fondo sabías que iba a volver, ¿no es así, hermanito?
Le apuntó otra vez con el dedo y una vieja llama brotó dentro de él.
-¡Claro! ¡Claro que sí!
Trató de incorporarse y abrazar a aquel hermano que había vuelto por fin, pero le fallaron las piernas. La verdad que ni siquiera las sentía. Entonces se abandonó sobre el pavimento aguantándose apenas con las manos, nada más que para no perder de vista ese rostro querido.
-¿Y cómo te ha ido por ahí, muchacho? -preguntó con una voz complacida.
Trataba de parecer natural. En realidad se sentía mejor que nunca en mucho tiempo y el viejo cuerpo no pesaba ahora absolutamente nada.
-Bien, bien...
-¡Este Juan!... ¿Eso es todo?
-Nunca hablé demasiado.
-No, es verdad... Apenas un poco más que el viejo... dos o tres palabras más.
Y sonrió recordando al viejo y al Juan de aquel tiempo, casi igual a este Juan. O tal vez igual del todo.
-Pero cantabas muy bien, eso sí. ¿Todavía conservas esa linda voz?
-Creo que sí.
-¿Y cantas también?
-Todavía. El que anda solo como yo, siempre canta  alguna cosa.
-Aquí hay mucha gente sola, si te refieres a eso, pero no canta casi nunca...
Hizo una pausa porque sentía un gran cansancio.
-A veces me acordaba de ti y cantaba. A decir verdad, últimamente era la única forma de acordarme.
Inclinó la cabeza hacia el pavimento y añadió por lo bajo:
-Nadie ve con buenos ojos que un viejo cante porque sí... Yo les decía... trataba de explicarles. Pero tú sabes cómo es esta gente. Va y viene todo el día... Creo que el cabo me entendió una vez. Por lo menos sonrió y me dijo: "Siga, viejo. Cante de nuevo esa cosa."
Volvió a levantar la cabeza.
-Juan, hermanito, yo también he caminado mucho.
Y una gruesa lágrima rodó por su mejilla.
Juan extendió una mano en silencio y lo palmeó suavemente a pesar de que era una mano ancha y poderosa.
-Creí que ya no vendrías. Esa era la verdad. Perdóname, pero lo llegué a creer.
-¿Qué importa eso ahora? El hecho es que he venido y te voy a llevar.
-¡Es lo que yo decía! ¡Repítelo, Juan, quiero que lo oigan todos!
-Eso es...
-Vendrá Juan, decía yo, vendrá mi gran hermano y nos iremos un día... ¿Qué pasa? ¡Juan! ¡Juan!
-Aquí estoy, muchacho. No te preocupes.
-Creí que te habías ido.
-No te preocupes.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro.
Ese era Juan. No había que explicarle nada. Lo comprendía y lo abarcaba todo. De una vez. Y su gran mano sobre el hombro despedía una corriente, algo que lo traspasaba a uno. Era como un árbol con la firme raíz y los sonidos de la tierra por un lado y los pájaros y los cielos por el otro.
Años atrás, la mano también sobre el hombro, le había dicho casi lo mismo. "No te preocupes. Volveré por ti un día." Estaban sobre el camino de tierra, en el límite del campo, una mañana de otoño. Juan no había querido que lo acompañase nadie más que él. Atravesaron el campo en silencio y no se volvió una sola vez. Después salieron al camino, ya de mañana, y cuando apareció el coche le puso la mano sobre el hombro y le dijo aquellas palabras. Después desapareció en un recodo.
Él se preguntó más de una vez de dónde le había nacido la idea. Era un hombre de la tierra, como el viejo. Tal vez la proximidad del camino, aquella franja pardusca que salía y entraba en el horizonte y sobre la que de vez en cuando veían deslizarse algún carro soñoliento o la figura más pequeña y más lenta de algún vagabundo que los saludaba con la mano en alto y después desaparecía en el recodo y tenía todo el camino para él, de una punta a otra, y además lo que no se veía del camino, es decir, el resto del mundo.
De cualquier forma, había en él, en ese rostro duro y confiado, algo que no había en los otros, una marca o señal que se iluminaba por dentro cuando miraba el camino o cuando simplemente hablaba de él. De manera que un día cualquiera Juan se marchó.
Algo después el camino se llevó a su madre en un carruaje de tristeza. Y después vinieron los años difíciles. La tierra se hizo dura y esquiva y el viejo un ser taciturno. Partió en la misma carroza que su madre el invierno del 37.
Hasta que una mañana de agosto salió al camino él también y esperó el coche y se marchó por fin. La casa desapareció detrás del recodo, para siempre. La mayor parte de su vida venía después, pero eran años desprovistos de recuerdos, apenas un poco más miserable uno que otro. Diez años de pobreza, miseria. Pobreza, miseria y vejez de ciudad.
En realidad quizá fue un poco feliz cuando aceptó toda esa miseria. La gente no puede entender esto. Pero al cabo del tiempo él era feliz, o casi feliz, a su manera. Toda su preocupación consistía en estar a las seis de la tarde en la puerta del asilo y cuidar que ningún vago le birlara la cama junto a la ventana. A esa hora y desde ese lugar los enormes y blancos edificios parecían boyar en la luz amable de la tarde. Después se oscurecían lentamente. Después las luces erraban en la noche a confusas alturas y en cierto modo la ciudad desaparecía y pensaba en la casa lejana, el campo joven y abundoso.
Entonces volvía a ver el camino y recordaba las palabras de Juan. No siempre lograba recordar al Juan entero porque tenía que ayudarse con canciones y vislumbres más propios del día. Pero de todas maneras su hermano había crecido dentro de él y era una cosa mucho más viva que él, a pesar de la ausencia.
Había una hora y un lugar, precisamente cuando los viejos y los vagos se reunían frente al asilo y esperaban a que se abriesen las puertas. Entonces, vaya a saber por qué, Juan reaparecía entero o casi entero en medio de toda aquella miseria. Y eso, por lo menos, le daba impulso para alcanzar la cama al lado de la ventana.
Solo que últimamente la imagen había empalidecido y algunos días no aparecía siquiera. Y si conseguía la cama no era por el Juan sino porque ya nadie quería disputársela.
Para decir la verdad, hacía un tiempo que había perdido interés en el asunto. Ni más ni menos. Los años habían terminado por doblegarlo. Estaba seco por dentro y se dejaba llevar y traer como un casco viejo.
Miró a Juan y trató de sonreír.
-Las cosas lo llevan y lo traen a uno como un casco viejo. Es eso...
-¿De qué estás hablando?
-Me pregunto cómo sucedió todo esto.
-¿Qué importancia tiene, muchacho?
-Ninguna, por supuesto. Quise decir simplemente que las cosas sucedieron sin que yo me propusiera nada.
Hablaba con una voz mansa y dolorida.
-Bueno, es lo que pasa por lo general.
-No a ti, no a ti, muchacho... Tú saltaste sobre la vida y la domaste como a un potro. ¿Eh, Juan?
-No fue así. Bueno, yo sé cómo fue realmente. Lo que pasa es que nunca me pregunto esas cosas... La tomaba como venía.
-Eso es, muchacho. Eso es. ¡Cerrabas el puño y te la metías en el bolsillo! Juan, ¿estás ahí?
La figura parecía oscilar y alejarse.
-Aquí estoy.
-¿Quisieras darme la mano?
-Claro que sí.
Ahora casi no veía su rostro. Pero sintió la mano áspera y dura.
No tenía idea de la hora pero de cualquier manera le resultaba extraño aquel silencio en esa calle de la ciudad.
-¿Qué se habrá hecho de la gente? -se preguntó sin verdadera curiosidad mientras trataba de sostener la cabeza que parecía querer escapársele-. Debe ser muy tarde.
La figura osciló hacia adelante y entonces con el último hilo de voz preguntó todavía:
-¿Vamos, Juan?
Sintió la voz muy cerca de él.
-Cuando quieras, muchacho.
-Vamos ya...
FIN

miércoles, 21 de noviembre de 2012

La condenada - Vicente Blasco Ibáñez - Ciudad Seva

La condenada - Vicente Blasco Ibáñez - Ciudad Seva:

La condenada[Cuento. Texto completo.]Vicente Blasco Ibáñez
Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda. Tenía por mundo aquellas cuatro paredes de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo, cruzado por hierros; y del suelo de ocho pasos, apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándose en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose como animado cadáver en aquel ataúd de argamasa, deseando como un mal momentáneo, que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo, barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba parar ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarles como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.

No querían en aquella sepultura otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo recordaba Rafael!, un gorrión asomó a la reja cual chiquillo travieso. El bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la extrañeza que le producía ver allá abajo aquel pobre ser amarillento y flaco, estremeciéndose de frío en pleno verano, con unos cuantos pañuelos anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los riñones. Debió de asustarle aquella cara angustiosa y pálida, con una blancura de papel mascado; le causó miedo la extraña vestidura de piel roja, y huyó, sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de sepultura y lana podrida que exhalaba la reja.

El único rumor de la vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban por el patio. Aquellos, al menos, veían cielo libre sobre sus cabezas, no tragaban el aire a través de una aspillera; tenían las piernas libres y no les faltaba con quién hablar. Hasta allí dentro tenía la desgracia sus gradaciones. El eterno descontento humano era adivinado por Rafael. Envidiaba él a los del patio, considerando su situación como una de las más apetecibles; los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban libertad; y los que a aquellas horas transitaban por las calles, tal vez no se considerasen contentos con su suerte, ambicionando ¡quién sabe cuántas cosas!... ¡Tan buena que es la libertad!... Merecían estar presos.

Se hallaba en el último escalón de la desgracia. Había intentado fugarse perforando el suelo en un arranque de desesperación, y la vigilancia pesaba sobre él incesante y amenazadora. Si cantaba, le imponían silencio. Quiso divertirse rezando con monótono canturreo las oraciones que le enseñó su madre y que solo recordaba a trozos, y le hicieron callar. ¿Es que intentaba fingirse loco? A ver, mucho silencio. Le querían guardar entero sano de cuerpo y espíritu para que el verdugo no operase en carne averiada.

¡Loco! No quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho escaso y malo acababan con él. Tenía alucinaciones; algunas noches, cuando cerraba los ojos, molestado por la luz reglamentaria, a la que en catorce meses no había podido acostumbrarse, le atormentaba la estrafalaria idea de que durante el sueño sus enemigos, aquellos que querían matarle y a los que no conocía, le habían vuelto el estómago al revés; por esto le atormentaba con crueles pinchazos. De día pensaba siempre en su pasado; pero con memoria tan extraviada, que creía repasar la historia de otro.

Recordaba su regreso al pueblo natal, después de su primera campaña carcelaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la concurrencia de la taberna de la plaza admirándole con entusiasmo:

«¡Qué bruto es Rafael!» La mejor chica del pueblo se decidía a ser su mujer, más por miedo y respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le halagaban, dándole escopeta de guarda rural, espoleando su brutalidad para que la emplease en las elecciones; reinaba sin obstáculos en todo el término; tenía a los otros, los del bando caído en un puño, hasta que, cansados estos, se ampararon de cierto valentón que acababa de llegar también de presidio, y lo colocaron frente a Rafael. ¡Cristo! El honor profesional estaba en peligro: había que mojar la oreja a aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable, vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el rematarlo con la culata para que no chillase ni patalease más.

En fin: ¡cosas de hombres! Y como final, la cárcel, donde encontró antiguos compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaron de los miedos que habían pasado declarando contra él: la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte que, por lo que se hacía esperar, sin duda, venía en carreta.

No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romance, había escuchado siempre con entusiasmo, y se reconocía con tanto redaño como ellos para afrontar el último trance. Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño, y al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e higos que en la cárcel llamaban café.

Del Rafael antiguo que deseaba la muerte para acabar pronto no quedaba más que la envoltura. El nuevo formado dentro de aquella sepultura, pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses, y forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se conformaría a pasar otros catorce en aquella miseria.

Era receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en el cura de la cárcel, que ahora entraba todas las tardes, como si aquella celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y fumar un pitillo. ¡Malo, malo!

Las preguntas no podían ser más inquietantes. ¿Que si era buen cristiano? Sí, padre. Respetaba a los curas, nunca los había faltado en tanto así; y de la familia no había qué decir; todos los suyos habían ido al monte a defender al rey legítimo, porque así lo mandó el párroco del pueblo. Y para afirmar su cristianismo, sacaba de entre los guiñapos del pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas. Después, el cura le hablaba de Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había visto en situación semejante a la suya, y esta comparación entusiasmaba al pobre diablo. ¡Cuánto honor!... Pero, aunque halagado por tal semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde posible.

Llegó el día en que estalló sobre él como un trueno la terrible noticia. Lo de Madrid había terminado. Llegaba la muerte, pero a gran velocidad, por el telégrafo.

Al decirle un empleado que su mujer, con la niña que había nacido estando él preso, rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquella dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima. Le hicieron pensar en el indulto, y se agarró con furia a esta última esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué no él? Además, nada le costaba a aquella buena señora de Madrid librarle la vida: era asunto de echar una firmica.

Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber lo visitaban: abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle:

-¿Qué les parece? ¿Echará la firmica?

Al día siguiente lo llevarían a su pueblo, atado y custodiado, como una res brava que va al matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos. Y aguardando el momento de salida para verlo, se pasaba las horas a la puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y cejas unidas, que, al mover su hueca faldamenta de zagalejos superpuestos, esparcía un punzante olor de establo. Estaba como asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más estupefacción que dolor; y únicamente al fijarse en la criatura agarrada a su enorme pecho derramaba algunas lágrimas.

-¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia! ¡Ya sabía ella que aquel hombre terminaría así! ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!

El cura de la cárcel intentaba consolarla. Resignación. Aún podía encontrar, después de viuda, un hombre que la hiciese más feliz. Esto parecía enardecerla, y hasta llegó a hablar a su primer novio, un buen chico, que se retiró por miedo a Rafael, y que ahora se acercaba a ella en el pueblo y en los campos, como si quisiera decirle algo.

-No; hombres no faltan -decía tranquilamente con un conato de sonrisa-. Pero soy muy cristiana, y si cojo otro hombre, quiero que sea como Dios manda.

Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta, volvió a la realidad, reanudando su difícil lloro.

Al anochecer llegó la noticia. Sí que había firmica. Aquella señora que Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas y súplicas, prolongaba la vida del sentenciado. El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiese recibido la orden de libertad.

-Alégrate, mujer -decía en el rastrillo el cura a la mujer del indultado-. Ya no matan a tu marido, no serás viuda.

La muchacha permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se desarrollaban en su cerebro con torpe lentitud.

-Bueno -dijo al fin tranquilamente-. ¿Y cuándo saldrá?
-¡Salir!... ¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Irá a África, y como es joven y fuerte, aún puede ser que viva veinte años.

Por primera vez lloró la mujer con toda su alma, pero su llanto no era de tristeza; era de desesperación, de rabia.

-Vamos, mujer -decía el cura, irritado-. Eso es tentar a Dios. Le han salvado la vida, ¿lo entiendes? Ya no está condenado a muerte... ¿Y aún te quejas?

Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.

-Bueno; que no lo maten...; me alegro. Él se salva; pero yo, ¿qué?...

Y, tras larga pausa, añadió entre gemidos, que estremecían su carne morena, ardorosa y de brutal perfume:

-Aquí, la condenada soy yo.

FIN

miércoles, 14 de noviembre de 2012

La sombra - Hans Christian Andersen - Ciudad Seva

La sombra - Hans Christian Andersen - Ciudad Seva:

La sombra[Cuento. Texto completo]Hans Christian Andersen
En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.
Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir. En todos los balcones de la calle -y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones- había gente asomada, porque uno tiene que respirar, por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces -sí, más de mil había encendidas-. Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban -¡tilín, tilín, tilín!- sonando los cascabeles. Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas volteaban -sí, había una vida tremenda en la calle-. Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas -luego, alguien debía haber allí. La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos -excepto lo referente al sol-. Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie, y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida.
-Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar, siempre la misma. «¡Pues lo tengo que sacar!», dice, pero no lo consigue por mucho que toque.
Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta. La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente. Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer. De tal forma lo deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo. De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de magia -y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas.
Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras.
-Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente -dijo el sabio-. Con qué delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar, mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Sí, haz algo útil -dijo en broma-. ¡Vamos entra! ¡Vamos, ahora!
Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió:
-¡Anda, pero no te pierdas!
Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en el balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se volvió también; si por acaso alguien hubiera estado observando, hubiera visto claramente que la sombra se colaba por la puerta entornada en la casa de enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga cortina tras de sí.
A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y leer los periódicos.
-¿Qué pasa? -dijo, cuando salió al sol-. ¡Me he quedado sin sombra! Se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!
Y eso lo enojó, no tanto porque la sombra se hubiera ido, sino porque sabía la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra, conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía maldita gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien pensado.
Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado la luz detrás de sí, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraerla. Se encogió, se estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo:
-¡Ejem! ¡Ejem! -pero sin resultado.
Era un fastidio, pero en los países cálidos todo crece tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol -quizá la raíz había quedado dentro-. A las tres semanas, tenía una sombra de considerables dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y más durante el viaje, hasta que al final era tan larga y tan grande que la mitad hubiera bastado.
De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió libros sobre cuanto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años.
Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron muy quedamente a la puerta.
-¡Adelante! -contestó, pero nadie entró. Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona distinguida.
-¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el sabio.
-¡Ah!, ya pensé que no me reconocería -dijo el hombre elegante-. Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía usted que volvería, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo -y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello. ¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de diamantes, todos auténticos.
-No, no puedo hacerme idea de lo que significa esto -dijo el sabio.
-Ya, no es nada corriente -dijo la sombra-, pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverlo a ver antes de que usted muera -porque usted ha de morir-. También me gustaría visitar este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo algo a ella, o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo.
-¡Bueno! ¿Pero eres tú? -dijo el sabio- ¡Es extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar como persona!
-Dígame cuánto le debo -dijo la sombra-, porque no me gustaría deberle nada.
-¿Cómo puedes hablar así? -dijo el sabio-. ¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de enfrente, allá en los países cálidos.
-Sí que le contaré -dijo la sombra, y se sentó-, pero antes me tiene usted que prometer que no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de sobra mantener una familia.
-¡Estate tranquilo! -dijo el sabio-. No le diré a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre!
-¡Palabra de sombra! -dijo la sombra, que era lo que le correspondía decir.
Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto, botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y alas -sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de diamantes. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era precisamente esto la que la hacía tan humana.
-Ahora voy a contarle -dijo la sombra, y plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies. Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su propio señor.
-¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? -dijo la sombra-. ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo!
-¡La Poesía! -gritó el sabio-. Sí, sí, vive con frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Sí la vi tan sólo un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después?
-Me encontré en la antesala -dijo la sombra-. Lo que usted siempre veía era la antesala. No había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo -como debe hacerse.
-¿Y entonces qué viste? -preguntó el sabio.
-Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgullo por mi parte; pero... como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones... , desearía que me llamase de usted.
-¡Dispense usted! -dijo el sabio-. Son los viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré presente. Pero cuénteme ahora lo que vio.
-¡Todo! -dijo la sombra-. Lo vi todo y lo sé todo.
-¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? -preguntó el sabio-. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas?
-¡Todo estaba allí! -dijo la sombra-. No entré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la antesala.
-¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón todos los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?
-Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me avergoncé como hombre de ir como iba, necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al hombre. Me refugié -sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro-, me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared -¡qué deliciosas cosquillas produce en la espalda! Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque está bien considerado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres, los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi -dijo la sombra- lo que ningún hombre debe conocer, pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me hacían trajes nuevos -no me faltaba de nada. El tesorero del reino acuñaba monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo -y así llegué a ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del sol y estoy siempre en casa cuando llueve.
Y la sombra se marchó.
-¡Qué extraordinario! -dijo el sabio.
Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió.
-¿Cómo le va? -preguntó.
-¡Ay! -dijo el sabio-. Escribo acerca de lo verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque son cosas a las que concedo gran importancia.
-Pues a mí no me ocurre igual -dijo la sombra-. Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el viaje!
-¡Qué disparate! -dijo el sabio.
-¡Según como se mire! -dijo la sombra-. El viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta.
-¡Esto ya es el colmo! -protestó el sabio.
-Pero así va el mundo -dijo la sombra-, y así seguirá -y se marchó.
Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena y la preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca -hasta que al final cayó enfermo de consideración.
-¡Parece usted totalmente una sombra! -le decía la gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella.
-Lo que debe hacer es tomar las aguas -dijo la sombra, que vino de visita-. No hay nada igual. Lo llevaré conmigo, por el aquel de nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como debiera -eso es también una enfermedad- y una barba es algo indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por supuesto.
Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor hacía de sombra. Fueron juntos en coche, a caballo, a pie -al lado uno de otro, delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa. Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le dijo a la sombra:
-Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería más íntimo.
-En eso que dice -contestó la sombra, que ahora era el verdadero señor- hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, lo pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo mismo siento yo cuando lo oigo tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto lo tutearé a usted, como fórmula de compromiso.
Y así la sombra tuteó a su antiguo señor.
-¡Qué absurdo -pensó éste- que yo le hable de usted y él me tutee! -pero no tuvo más remedio que aguantarlo.
Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.
Al instante observó que el recién llegado era por completo diferente a los otros.
-Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero yo veo la verdadera causa- no tiene sombra.
Llena de curiosidad, entabló inmediatamente conversación con el caballero extranjero durante el paseo. Como princesa que era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo:
-A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra.
-Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente -dijo la sombra-. Sé que su dolencia consiste en que ve demasiado bien, pero debe haber desaparecido; está curada. Precisamente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No ha visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una sombra vulgar, pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una persona. Vea que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo excepcional.
-¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad? -pensó la Princesa-. ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal de que no le crezca la barba y se marche.
Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la Princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la Princesa y hacer alusiones que la dejaron estupefacta.
-Debe ser el hombre más sabio del mundo -pensó, tal era su admiración por lo que sabía.
Y cuando bailaron de nuevo, la Princesa quedó enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella lo atravesaba con su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas sobre las que reinaría.
-Es un sabio -se dijo-, lo cual es cosa buena. Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré examinarlo.
Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra puso una cara sumamente extraña.
-¡No sabe usted la respuesta! -dijo la Princesa.
-Lo aprendí de párvulo -dijo la sombra-. Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar.
-¡Su sombra! -dijo la Princesa-. Sería en verdad extraordinario.
-Bueno, no digo que lo sepa -dijo la sombra-, pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por una persona, que para tenerle de buen humor -y debe estarlo para contestar bien- ha de ser tratado precisamente como una persona.
-Me complacerá hacerlo -dijo la Princesa.
Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo acierto y cordura.
-¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan sabia? -pensó ella-. Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo como esposo.
Y ambos estuvieron de acuerdo, la Princesa y la sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino.
-¡Nadie, ni siquiera mi sombra! -dijo la sombra, y tenía sus particulares razones para ello.
Tras esto, fueron al país donde reinaba la Princesa, una vez que había ella regresado.
-Escucha, amigo mío -dijo la sombra al sabio-. He llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en Palacio, irás conmigo en mi carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permitirás que todos te llamen sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con la Princesa. Esta noche será la boda.
-¡No, eso es monstruoso! -dijo el sabio-. ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la Princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas eres un disfraz!
-No lo creerá nadie -dijo la sombra-. ¡Sé razonable o llamo a la guardia!
-¡Iré a ver a la Princesa! -dijo el sabio.
-Pero yo iré primero -dijo la sombra-, y tú irás al calabozo.
Y así fue, porque los centinelas lo obedecieron al saber que iba a casarse con la Princesa.
-¡Estás temblando! -dijo la Princesa, cuando la sombra fue a visitarla-. ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a casarnos.
-Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir -dijo la sombra-. ¡Imagínate -claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz de resistir mucho-; imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo -imagínate, si puedes-, que yo soy su sombra!
-¡Qué horror! -dijo la Princesa-. ¿Lo habrán encerrado, supongo?
-Sí. Me temo que nunca recupere la razón.
-¡Pobre sombra! -dijo la Princesa-. Qué desdicha para él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda discreción.
-Resulta cruel -dijo la sombra- porque era un buen sirviente -y pareció dar un suspiro.
-¡Qué nobles sentimientos! -dijo la Princesa.
Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La Princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones.
El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado la vida.
FIN