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miércoles, 28 de noviembre de 2012

Muerte de un hermano - Haroldo Conti - Ciudad Seva

Muerte de un hermano - Haroldo Conti - Ciudad Seva:

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Muerte de un hermano[Cuento. Texto completo.]Haroldo Conti
A mi madre
    
El viejo ni siquiera sintió el golpe. Solamente un blando adormecimiento que le subía desde los pies. Algunas voces crecieron hacia el medio de la calle y después recularon suavemente.
El hombre se aproximó desde la niebla que lo rodeaba y se inclinó sobre él.
-Juan...
El hombre sonrió.
-¡Juan!
-¿Qué tal, hermano?
-¿De dónde sales, Juan?
Le apuntó con un dedo sin dejar de sonreír.
-¿No te dije que algún día iba a volver?
-Sí... eso dijiste... ¡claro que sí!
La niebla se agitó detrás de la figura. Varas de sombras avanzaban hacia él pero cuando trató de reconocerlas se comprimieron y juntaron en una franja circular.
-Juan, hermanito...
Movió la cabeza para uno y otro lado.
-Ha pasado tanto tiempo... No tienes idea.
-Lo sé.
-¡Oh, no!... el tiempo para ti es otra cosa. Me refiero al mío, muchacho... Te esperé, claro que te esperé... Yo le decía a esta gente -trató de señalar-, esta gente...
Entrecerró los ojos y lo miró con fijeza. Era él, no había duda. El mismo rostro duro y franco.
-Yo también llegué a dudar, ¿sabes? -reconoció entonces por lo bajo.
Y la voz se le quebró en la garganta.
-Bueno, se comprende.
-Supongo que sí...
-Pero en el fondo sabías que iba a volver, ¿no es así, hermanito?
Le apuntó otra vez con el dedo y una vieja llama brotó dentro de él.
-¡Claro! ¡Claro que sí!
Trató de incorporarse y abrazar a aquel hermano que había vuelto por fin, pero le fallaron las piernas. La verdad que ni siquiera las sentía. Entonces se abandonó sobre el pavimento aguantándose apenas con las manos, nada más que para no perder de vista ese rostro querido.
-¿Y cómo te ha ido por ahí, muchacho? -preguntó con una voz complacida.
Trataba de parecer natural. En realidad se sentía mejor que nunca en mucho tiempo y el viejo cuerpo no pesaba ahora absolutamente nada.
-Bien, bien...
-¡Este Juan!... ¿Eso es todo?
-Nunca hablé demasiado.
-No, es verdad... Apenas un poco más que el viejo... dos o tres palabras más.
Y sonrió recordando al viejo y al Juan de aquel tiempo, casi igual a este Juan. O tal vez igual del todo.
-Pero cantabas muy bien, eso sí. ¿Todavía conservas esa linda voz?
-Creo que sí.
-¿Y cantas también?
-Todavía. El que anda solo como yo, siempre canta  alguna cosa.
-Aquí hay mucha gente sola, si te refieres a eso, pero no canta casi nunca...
Hizo una pausa porque sentía un gran cansancio.
-A veces me acordaba de ti y cantaba. A decir verdad, últimamente era la única forma de acordarme.
Inclinó la cabeza hacia el pavimento y añadió por lo bajo:
-Nadie ve con buenos ojos que un viejo cante porque sí... Yo les decía... trataba de explicarles. Pero tú sabes cómo es esta gente. Va y viene todo el día... Creo que el cabo me entendió una vez. Por lo menos sonrió y me dijo: "Siga, viejo. Cante de nuevo esa cosa."
Volvió a levantar la cabeza.
-Juan, hermanito, yo también he caminado mucho.
Y una gruesa lágrima rodó por su mejilla.
Juan extendió una mano en silencio y lo palmeó suavemente a pesar de que era una mano ancha y poderosa.
-Creí que ya no vendrías. Esa era la verdad. Perdóname, pero lo llegué a creer.
-¿Qué importa eso ahora? El hecho es que he venido y te voy a llevar.
-¡Es lo que yo decía! ¡Repítelo, Juan, quiero que lo oigan todos!
-Eso es...
-Vendrá Juan, decía yo, vendrá mi gran hermano y nos iremos un día... ¿Qué pasa? ¡Juan! ¡Juan!
-Aquí estoy, muchacho. No te preocupes.
-Creí que te habías ido.
-No te preocupes.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro.
Ese era Juan. No había que explicarle nada. Lo comprendía y lo abarcaba todo. De una vez. Y su gran mano sobre el hombro despedía una corriente, algo que lo traspasaba a uno. Era como un árbol con la firme raíz y los sonidos de la tierra por un lado y los pájaros y los cielos por el otro.
Años atrás, la mano también sobre el hombro, le había dicho casi lo mismo. "No te preocupes. Volveré por ti un día." Estaban sobre el camino de tierra, en el límite del campo, una mañana de otoño. Juan no había querido que lo acompañase nadie más que él. Atravesaron el campo en silencio y no se volvió una sola vez. Después salieron al camino, ya de mañana, y cuando apareció el coche le puso la mano sobre el hombro y le dijo aquellas palabras. Después desapareció en un recodo.
Él se preguntó más de una vez de dónde le había nacido la idea. Era un hombre de la tierra, como el viejo. Tal vez la proximidad del camino, aquella franja pardusca que salía y entraba en el horizonte y sobre la que de vez en cuando veían deslizarse algún carro soñoliento o la figura más pequeña y más lenta de algún vagabundo que los saludaba con la mano en alto y después desaparecía en el recodo y tenía todo el camino para él, de una punta a otra, y además lo que no se veía del camino, es decir, el resto del mundo.
De cualquier forma, había en él, en ese rostro duro y confiado, algo que no había en los otros, una marca o señal que se iluminaba por dentro cuando miraba el camino o cuando simplemente hablaba de él. De manera que un día cualquiera Juan se marchó.
Algo después el camino se llevó a su madre en un carruaje de tristeza. Y después vinieron los años difíciles. La tierra se hizo dura y esquiva y el viejo un ser taciturno. Partió en la misma carroza que su madre el invierno del 37.
Hasta que una mañana de agosto salió al camino él también y esperó el coche y se marchó por fin. La casa desapareció detrás del recodo, para siempre. La mayor parte de su vida venía después, pero eran años desprovistos de recuerdos, apenas un poco más miserable uno que otro. Diez años de pobreza, miseria. Pobreza, miseria y vejez de ciudad.
En realidad quizá fue un poco feliz cuando aceptó toda esa miseria. La gente no puede entender esto. Pero al cabo del tiempo él era feliz, o casi feliz, a su manera. Toda su preocupación consistía en estar a las seis de la tarde en la puerta del asilo y cuidar que ningún vago le birlara la cama junto a la ventana. A esa hora y desde ese lugar los enormes y blancos edificios parecían boyar en la luz amable de la tarde. Después se oscurecían lentamente. Después las luces erraban en la noche a confusas alturas y en cierto modo la ciudad desaparecía y pensaba en la casa lejana, el campo joven y abundoso.
Entonces volvía a ver el camino y recordaba las palabras de Juan. No siempre lograba recordar al Juan entero porque tenía que ayudarse con canciones y vislumbres más propios del día. Pero de todas maneras su hermano había crecido dentro de él y era una cosa mucho más viva que él, a pesar de la ausencia.
Había una hora y un lugar, precisamente cuando los viejos y los vagos se reunían frente al asilo y esperaban a que se abriesen las puertas. Entonces, vaya a saber por qué, Juan reaparecía entero o casi entero en medio de toda aquella miseria. Y eso, por lo menos, le daba impulso para alcanzar la cama al lado de la ventana.
Solo que últimamente la imagen había empalidecido y algunos días no aparecía siquiera. Y si conseguía la cama no era por el Juan sino porque ya nadie quería disputársela.
Para decir la verdad, hacía un tiempo que había perdido interés en el asunto. Ni más ni menos. Los años habían terminado por doblegarlo. Estaba seco por dentro y se dejaba llevar y traer como un casco viejo.
Miró a Juan y trató de sonreír.
-Las cosas lo llevan y lo traen a uno como un casco viejo. Es eso...
-¿De qué estás hablando?
-Me pregunto cómo sucedió todo esto.
-¿Qué importancia tiene, muchacho?
-Ninguna, por supuesto. Quise decir simplemente que las cosas sucedieron sin que yo me propusiera nada.
Hablaba con una voz mansa y dolorida.
-Bueno, es lo que pasa por lo general.
-No a ti, no a ti, muchacho... Tú saltaste sobre la vida y la domaste como a un potro. ¿Eh, Juan?
-No fue así. Bueno, yo sé cómo fue realmente. Lo que pasa es que nunca me pregunto esas cosas... La tomaba como venía.
-Eso es, muchacho. Eso es. ¡Cerrabas el puño y te la metías en el bolsillo! Juan, ¿estás ahí?
La figura parecía oscilar y alejarse.
-Aquí estoy.
-¿Quisieras darme la mano?
-Claro que sí.
Ahora casi no veía su rostro. Pero sintió la mano áspera y dura.
No tenía idea de la hora pero de cualquier manera le resultaba extraño aquel silencio en esa calle de la ciudad.
-¿Qué se habrá hecho de la gente? -se preguntó sin verdadera curiosidad mientras trataba de sostener la cabeza que parecía querer escapársele-. Debe ser muy tarde.
La figura osciló hacia adelante y entonces con el último hilo de voz preguntó todavía:
-¿Vamos, Juan?
Sintió la voz muy cerca de él.
-Cuando quieras, muchacho.
-Vamos ya...
FIN

miércoles, 21 de noviembre de 2012

La condenada - Vicente Blasco Ibáñez - Ciudad Seva

La condenada - Vicente Blasco Ibáñez - Ciudad Seva:

La condenada[Cuento. Texto completo.]Vicente Blasco Ibáñez
Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda. Tenía por mundo aquellas cuatro paredes de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo, cruzado por hierros; y del suelo de ocho pasos, apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándose en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose como animado cadáver en aquel ataúd de argamasa, deseando como un mal momentáneo, que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo, barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba parar ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarles como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.

No querían en aquella sepultura otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo recordaba Rafael!, un gorrión asomó a la reja cual chiquillo travieso. El bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la extrañeza que le producía ver allá abajo aquel pobre ser amarillento y flaco, estremeciéndose de frío en pleno verano, con unos cuantos pañuelos anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los riñones. Debió de asustarle aquella cara angustiosa y pálida, con una blancura de papel mascado; le causó miedo la extraña vestidura de piel roja, y huyó, sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de sepultura y lana podrida que exhalaba la reja.

El único rumor de la vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban por el patio. Aquellos, al menos, veían cielo libre sobre sus cabezas, no tragaban el aire a través de una aspillera; tenían las piernas libres y no les faltaba con quién hablar. Hasta allí dentro tenía la desgracia sus gradaciones. El eterno descontento humano era adivinado por Rafael. Envidiaba él a los del patio, considerando su situación como una de las más apetecibles; los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban libertad; y los que a aquellas horas transitaban por las calles, tal vez no se considerasen contentos con su suerte, ambicionando ¡quién sabe cuántas cosas!... ¡Tan buena que es la libertad!... Merecían estar presos.

Se hallaba en el último escalón de la desgracia. Había intentado fugarse perforando el suelo en un arranque de desesperación, y la vigilancia pesaba sobre él incesante y amenazadora. Si cantaba, le imponían silencio. Quiso divertirse rezando con monótono canturreo las oraciones que le enseñó su madre y que solo recordaba a trozos, y le hicieron callar. ¿Es que intentaba fingirse loco? A ver, mucho silencio. Le querían guardar entero sano de cuerpo y espíritu para que el verdugo no operase en carne averiada.

¡Loco! No quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho escaso y malo acababan con él. Tenía alucinaciones; algunas noches, cuando cerraba los ojos, molestado por la luz reglamentaria, a la que en catorce meses no había podido acostumbrarse, le atormentaba la estrafalaria idea de que durante el sueño sus enemigos, aquellos que querían matarle y a los que no conocía, le habían vuelto el estómago al revés; por esto le atormentaba con crueles pinchazos. De día pensaba siempre en su pasado; pero con memoria tan extraviada, que creía repasar la historia de otro.

Recordaba su regreso al pueblo natal, después de su primera campaña carcelaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la concurrencia de la taberna de la plaza admirándole con entusiasmo:

«¡Qué bruto es Rafael!» La mejor chica del pueblo se decidía a ser su mujer, más por miedo y respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le halagaban, dándole escopeta de guarda rural, espoleando su brutalidad para que la emplease en las elecciones; reinaba sin obstáculos en todo el término; tenía a los otros, los del bando caído en un puño, hasta que, cansados estos, se ampararon de cierto valentón que acababa de llegar también de presidio, y lo colocaron frente a Rafael. ¡Cristo! El honor profesional estaba en peligro: había que mojar la oreja a aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable, vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el rematarlo con la culata para que no chillase ni patalease más.

En fin: ¡cosas de hombres! Y como final, la cárcel, donde encontró antiguos compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaron de los miedos que habían pasado declarando contra él: la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte que, por lo que se hacía esperar, sin duda, venía en carreta.

No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romance, había escuchado siempre con entusiasmo, y se reconocía con tanto redaño como ellos para afrontar el último trance. Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño, y al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e higos que en la cárcel llamaban café.

Del Rafael antiguo que deseaba la muerte para acabar pronto no quedaba más que la envoltura. El nuevo formado dentro de aquella sepultura, pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses, y forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se conformaría a pasar otros catorce en aquella miseria.

Era receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en el cura de la cárcel, que ahora entraba todas las tardes, como si aquella celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y fumar un pitillo. ¡Malo, malo!

Las preguntas no podían ser más inquietantes. ¿Que si era buen cristiano? Sí, padre. Respetaba a los curas, nunca los había faltado en tanto así; y de la familia no había qué decir; todos los suyos habían ido al monte a defender al rey legítimo, porque así lo mandó el párroco del pueblo. Y para afirmar su cristianismo, sacaba de entre los guiñapos del pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas. Después, el cura le hablaba de Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había visto en situación semejante a la suya, y esta comparación entusiasmaba al pobre diablo. ¡Cuánto honor!... Pero, aunque halagado por tal semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde posible.

Llegó el día en que estalló sobre él como un trueno la terrible noticia. Lo de Madrid había terminado. Llegaba la muerte, pero a gran velocidad, por el telégrafo.

Al decirle un empleado que su mujer, con la niña que había nacido estando él preso, rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquella dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima. Le hicieron pensar en el indulto, y se agarró con furia a esta última esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué no él? Además, nada le costaba a aquella buena señora de Madrid librarle la vida: era asunto de echar una firmica.

Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber lo visitaban: abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle:

-¿Qué les parece? ¿Echará la firmica?

Al día siguiente lo llevarían a su pueblo, atado y custodiado, como una res brava que va al matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos. Y aguardando el momento de salida para verlo, se pasaba las horas a la puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y cejas unidas, que, al mover su hueca faldamenta de zagalejos superpuestos, esparcía un punzante olor de establo. Estaba como asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más estupefacción que dolor; y únicamente al fijarse en la criatura agarrada a su enorme pecho derramaba algunas lágrimas.

-¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia! ¡Ya sabía ella que aquel hombre terminaría así! ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!

El cura de la cárcel intentaba consolarla. Resignación. Aún podía encontrar, después de viuda, un hombre que la hiciese más feliz. Esto parecía enardecerla, y hasta llegó a hablar a su primer novio, un buen chico, que se retiró por miedo a Rafael, y que ahora se acercaba a ella en el pueblo y en los campos, como si quisiera decirle algo.

-No; hombres no faltan -decía tranquilamente con un conato de sonrisa-. Pero soy muy cristiana, y si cojo otro hombre, quiero que sea como Dios manda.

Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta, volvió a la realidad, reanudando su difícil lloro.

Al anochecer llegó la noticia. Sí que había firmica. Aquella señora que Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas y súplicas, prolongaba la vida del sentenciado. El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiese recibido la orden de libertad.

-Alégrate, mujer -decía en el rastrillo el cura a la mujer del indultado-. Ya no matan a tu marido, no serás viuda.

La muchacha permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se desarrollaban en su cerebro con torpe lentitud.

-Bueno -dijo al fin tranquilamente-. ¿Y cuándo saldrá?
-¡Salir!... ¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Irá a África, y como es joven y fuerte, aún puede ser que viva veinte años.

Por primera vez lloró la mujer con toda su alma, pero su llanto no era de tristeza; era de desesperación, de rabia.

-Vamos, mujer -decía el cura, irritado-. Eso es tentar a Dios. Le han salvado la vida, ¿lo entiendes? Ya no está condenado a muerte... ¿Y aún te quejas?

Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.

-Bueno; que no lo maten...; me alegro. Él se salva; pero yo, ¿qué?...

Y, tras larga pausa, añadió entre gemidos, que estremecían su carne morena, ardorosa y de brutal perfume:

-Aquí, la condenada soy yo.

FIN

miércoles, 14 de noviembre de 2012

La sombra - Hans Christian Andersen - Ciudad Seva

La sombra - Hans Christian Andersen - Ciudad Seva:

La sombra[Cuento. Texto completo]Hans Christian Andersen
En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.
Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir. En todos los balcones de la calle -y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones- había gente asomada, porque uno tiene que respirar, por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces -sí, más de mil había encendidas-. Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban -¡tilín, tilín, tilín!- sonando los cascabeles. Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas volteaban -sí, había una vida tremenda en la calle-. Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas -luego, alguien debía haber allí. La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos -excepto lo referente al sol-. Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie, y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida.
-Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar, siempre la misma. «¡Pues lo tengo que sacar!», dice, pero no lo consigue por mucho que toque.
Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta. La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente. Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer. De tal forma lo deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo. De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de magia -y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas.
Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras.
-Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente -dijo el sabio-. Con qué delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar, mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Sí, haz algo útil -dijo en broma-. ¡Vamos entra! ¡Vamos, ahora!
Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió:
-¡Anda, pero no te pierdas!
Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en el balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se volvió también; si por acaso alguien hubiera estado observando, hubiera visto claramente que la sombra se colaba por la puerta entornada en la casa de enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga cortina tras de sí.
A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y leer los periódicos.
-¿Qué pasa? -dijo, cuando salió al sol-. ¡Me he quedado sin sombra! Se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!
Y eso lo enojó, no tanto porque la sombra se hubiera ido, sino porque sabía la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra, conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía maldita gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien pensado.
Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado la luz detrás de sí, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraerla. Se encogió, se estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo:
-¡Ejem! ¡Ejem! -pero sin resultado.
Era un fastidio, pero en los países cálidos todo crece tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol -quizá la raíz había quedado dentro-. A las tres semanas, tenía una sombra de considerables dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y más durante el viaje, hasta que al final era tan larga y tan grande que la mitad hubiera bastado.
De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió libros sobre cuanto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años.
Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron muy quedamente a la puerta.
-¡Adelante! -contestó, pero nadie entró. Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona distinguida.
-¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el sabio.
-¡Ah!, ya pensé que no me reconocería -dijo el hombre elegante-. Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía usted que volvería, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo -y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello. ¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de diamantes, todos auténticos.
-No, no puedo hacerme idea de lo que significa esto -dijo el sabio.
-Ya, no es nada corriente -dijo la sombra-, pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverlo a ver antes de que usted muera -porque usted ha de morir-. También me gustaría visitar este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo algo a ella, o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo.
-¡Bueno! ¿Pero eres tú? -dijo el sabio- ¡Es extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar como persona!
-Dígame cuánto le debo -dijo la sombra-, porque no me gustaría deberle nada.
-¿Cómo puedes hablar así? -dijo el sabio-. ¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de enfrente, allá en los países cálidos.
-Sí que le contaré -dijo la sombra, y se sentó-, pero antes me tiene usted que prometer que no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de sobra mantener una familia.
-¡Estate tranquilo! -dijo el sabio-. No le diré a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre!
-¡Palabra de sombra! -dijo la sombra, que era lo que le correspondía decir.
Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto, botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y alas -sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de diamantes. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era precisamente esto la que la hacía tan humana.
-Ahora voy a contarle -dijo la sombra, y plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies. Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su propio señor.
-¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? -dijo la sombra-. ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo!
-¡La Poesía! -gritó el sabio-. Sí, sí, vive con frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Sí la vi tan sólo un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después?
-Me encontré en la antesala -dijo la sombra-. Lo que usted siempre veía era la antesala. No había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo -como debe hacerse.
-¿Y entonces qué viste? -preguntó el sabio.
-Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgullo por mi parte; pero... como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones... , desearía que me llamase de usted.
-¡Dispense usted! -dijo el sabio-. Son los viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré presente. Pero cuénteme ahora lo que vio.
-¡Todo! -dijo la sombra-. Lo vi todo y lo sé todo.
-¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? -preguntó el sabio-. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas?
-¡Todo estaba allí! -dijo la sombra-. No entré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la antesala.
-¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón todos los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?
-Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me avergoncé como hombre de ir como iba, necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al hombre. Me refugié -sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro-, me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared -¡qué deliciosas cosquillas produce en la espalda! Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque está bien considerado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres, los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi -dijo la sombra- lo que ningún hombre debe conocer, pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me hacían trajes nuevos -no me faltaba de nada. El tesorero del reino acuñaba monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo -y así llegué a ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del sol y estoy siempre en casa cuando llueve.
Y la sombra se marchó.
-¡Qué extraordinario! -dijo el sabio.
Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió.
-¿Cómo le va? -preguntó.
-¡Ay! -dijo el sabio-. Escribo acerca de lo verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque son cosas a las que concedo gran importancia.
-Pues a mí no me ocurre igual -dijo la sombra-. Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el viaje!
-¡Qué disparate! -dijo el sabio.
-¡Según como se mire! -dijo la sombra-. El viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta.
-¡Esto ya es el colmo! -protestó el sabio.
-Pero así va el mundo -dijo la sombra-, y así seguirá -y se marchó.
Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena y la preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca -hasta que al final cayó enfermo de consideración.
-¡Parece usted totalmente una sombra! -le decía la gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella.
-Lo que debe hacer es tomar las aguas -dijo la sombra, que vino de visita-. No hay nada igual. Lo llevaré conmigo, por el aquel de nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como debiera -eso es también una enfermedad- y una barba es algo indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por supuesto.
Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor hacía de sombra. Fueron juntos en coche, a caballo, a pie -al lado uno de otro, delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa. Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le dijo a la sombra:
-Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería más íntimo.
-En eso que dice -contestó la sombra, que ahora era el verdadero señor- hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, lo pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo mismo siento yo cuando lo oigo tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto lo tutearé a usted, como fórmula de compromiso.
Y así la sombra tuteó a su antiguo señor.
-¡Qué absurdo -pensó éste- que yo le hable de usted y él me tutee! -pero no tuvo más remedio que aguantarlo.
Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.
Al instante observó que el recién llegado era por completo diferente a los otros.
-Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero yo veo la verdadera causa- no tiene sombra.
Llena de curiosidad, entabló inmediatamente conversación con el caballero extranjero durante el paseo. Como princesa que era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo:
-A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra.
-Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente -dijo la sombra-. Sé que su dolencia consiste en que ve demasiado bien, pero debe haber desaparecido; está curada. Precisamente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No ha visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una sombra vulgar, pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una persona. Vea que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo excepcional.
-¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad? -pensó la Princesa-. ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal de que no le crezca la barba y se marche.
Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la Princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la Princesa y hacer alusiones que la dejaron estupefacta.
-Debe ser el hombre más sabio del mundo -pensó, tal era su admiración por lo que sabía.
Y cuando bailaron de nuevo, la Princesa quedó enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella lo atravesaba con su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas sobre las que reinaría.
-Es un sabio -se dijo-, lo cual es cosa buena. Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré examinarlo.
Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra puso una cara sumamente extraña.
-¡No sabe usted la respuesta! -dijo la Princesa.
-Lo aprendí de párvulo -dijo la sombra-. Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar.
-¡Su sombra! -dijo la Princesa-. Sería en verdad extraordinario.
-Bueno, no digo que lo sepa -dijo la sombra-, pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por una persona, que para tenerle de buen humor -y debe estarlo para contestar bien- ha de ser tratado precisamente como una persona.
-Me complacerá hacerlo -dijo la Princesa.
Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo acierto y cordura.
-¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan sabia? -pensó ella-. Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo como esposo.
Y ambos estuvieron de acuerdo, la Princesa y la sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino.
-¡Nadie, ni siquiera mi sombra! -dijo la sombra, y tenía sus particulares razones para ello.
Tras esto, fueron al país donde reinaba la Princesa, una vez que había ella regresado.
-Escucha, amigo mío -dijo la sombra al sabio-. He llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en Palacio, irás conmigo en mi carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permitirás que todos te llamen sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con la Princesa. Esta noche será la boda.
-¡No, eso es monstruoso! -dijo el sabio-. ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la Princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas eres un disfraz!
-No lo creerá nadie -dijo la sombra-. ¡Sé razonable o llamo a la guardia!
-¡Iré a ver a la Princesa! -dijo el sabio.
-Pero yo iré primero -dijo la sombra-, y tú irás al calabozo.
Y así fue, porque los centinelas lo obedecieron al saber que iba a casarse con la Princesa.
-¡Estás temblando! -dijo la Princesa, cuando la sombra fue a visitarla-. ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a casarnos.
-Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir -dijo la sombra-. ¡Imagínate -claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz de resistir mucho-; imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo -imagínate, si puedes-, que yo soy su sombra!
-¡Qué horror! -dijo la Princesa-. ¿Lo habrán encerrado, supongo?
-Sí. Me temo que nunca recupere la razón.
-¡Pobre sombra! -dijo la Princesa-. Qué desdicha para él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda discreción.
-Resulta cruel -dijo la sombra- porque era un buen sirviente -y pareció dar un suspiro.
-¡Qué nobles sentimientos! -dijo la Princesa.
Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La Princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones.
El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado la vida.
FIN

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Final de una relación - Alberto Moravia - Ciudad Seva

Final de una relación - Alberto Moravia - Ciudad Seva:

Final de una relación[Cuento: Texto completo]Alberto Moravia
Una tarde de noviembre, Lorenzo, joven rico y ocioso, corría en automóvil hacia su casa, donde sabía que su querida lo estaba esperando hacía ya más de media hora. El tiempo, que había empeorado repentinamente con una lluvia desordenada e intermitente y un viento muy desagradable, que encontraba siempre la manera de soplar en plena cara fuera cuál fuera la dirección en que se marchara, cierto insomnio que todas las noches, tras las primeras horas de sueño, lo despertaba de improviso y lo mantenía en vela hasta el alba, una sensación de pánico, de persecución y de opacidad de la que hacía meses no conseguía librarse, todo contribuía a poner a Lorenzo en un estado de ánimo enardecido y rabioso. «Acabar con todo esto», se repetía continuamente mientras conducía el coche por las calles de la ciudad y sentía que la menor nadería -el limpiaparabrisas que interrumpía un momento su vaivén sobre el vidrio empapado, la palanca de las marchas que en medio del tráfico, bajo su mano frenética, no entraba bien, los inútiles clamores de las bocinas de los automóviles parados tras el suyo- le producía una pena aguda y miserable, con ganas de gritar: «Pero ¿acabar con qué?» Lorenzo no habría podido responder con exactitud a esta pregunta. Cada vez que dirigía la mirada desde su injustificada miseria a su propia vida comprendía que no le faltaba nada, que no había nada que cambiar, que había obtenido todo lo que deseaba e incluso algo más. ¿Acaso no era rico? ¿Y no hacía de sus riquezas un uso juicioso y refinado?Casa, automóvil, viajes, trajes, diversiones, juego, veraneos, vida de sociedad y querida; a veces se le ocurría enumerar todo lo que poseía, con una especie de hastío vano y orgulloso, para acabar concluyendo que el origen de su malestar debía buscarse en algún trastorno físico. Pero los médicos a los que había acudido con el alma llena de esperanzas lo habían desilusionado de inmediato: estaba sanísimo, no aparecía en él ni la más leve sombra de enfermedad. Así, sin motivo, la vida se había convertido en un árido y opaco tormento para Lorenzo. Cada noche, al acostarse después de un día vacío y tétrico, se juraba a sí mismo: «Mañana será el día de la liberación.» Pero a la mañana siguiente, al despertarse de un sueño fatigoso, le bastaba con abrir no ya los dos ojos, sino uno solo, para comprender que aquel día no sería muy distinto de los que lo habían precedido. Le bastaba con echar una ojeada a su dormitorio, en el cual todos los objetos parecían recubiertos con la pátina opaca de su pena, para estar seguro de que tampoco ese día la realidad aparecería más nítida, más alentadora y más comprensible de lo que había sido una semana o un mes antes. Sin embargo, se levantaba, se ponía una bata, abría la ventana, lanzaba un disgustado vistazo a la calle ya llena de la madura luz de muy entrada la mañana, y luego, como esperando que el agua fría y caliente pudiera quitarle de encima aquella especie de funesto encantamiento, como le quitaba los sudores y las impurezas de la noche, se encerraba en el baño y se dedicaba a un arreglo personal que parecía hacerse cada vez más refinado y minucioso a medida que se ahondaba su extraña miseria. Así transcurrían dos horas en cuidados inútiles; dos horas durante las cuales Lorenzo, una y mil veces, tomaba un espejo y se quedaba escrutando su propio rostro, como si esperara sorprender en él una mirada, hallar una arruga que pudiera hacerle intuir los motivos de su cambio. «Es la misma cara -reflexionaba rabiosamente- que tenía cuando era feliz, la misma cara que les gustó a las mujeres a las que amé, que sonrió, que estuvo triste, que odió, envidió y deseó; en suma, que tuvo su vida. Y ahora, en cambio, quién sabe por qué, todo parece acabado.» Pero a pesar de la vaciedad y la amargura de esos cuidados dedicados a su persona física, aquellas dos horas eran las únicas de la jornada durante las que lograba olvidarse de sí mismo y de su miserable estado, quizá debido a que el empleo que les daba era preciso y limitado y no exigía ninguna reflexión. Por lo demás, él lo sabía («una prueba más -solía pensar a veces- de que no soy ya más que un cuerpo sin alma, un animal que pasa su tiempo alisándose el pelo») y las prolongaba de intento. Después comenzaba verdaderamente la jornada, y con ella su árido tormento.
El departamento de Lorenzo estaba en la planta baja de un palacete nuevo, situado al final de una callejuela aún incompleta que, partiendo de la avenida suburbana, se perdía en el campo pocas casas más allá. Salvo la suya, todas las casas del callejón se hallaban deshabitadas o en trance de construcción; no existía adoquinado, sino un fango espeso surcado por las rodadas profundas y duras que habían dejado los carros en su ir y venir a las obras con su cargamento de tierra y de piedras; sólo había dos farolas junto a la entrada de la calle, de forma que aquel día, tan pronto como atravesó el vasto y antiguo charco que obstruía el comienzo, por una luz que brillaba al final de la oscura calle, húmeda y reluciente, más o menos en el punto en que estaba su dormitorio, Lorenzo comprendió que -como se había figurado- su amante ya había llegado y estaba esperándolo. Ante este pensamiento le asaltó un mal humor intenso e irracional contra la mujer, que no tenía ninguna culpa y que había acudido a la cita que él le diera; y, al mismo tiempo, un presentimiento de que estaba a punto de ocurrir algo decisivo. Apretando los dientes debido a la gran ferocidad del sentimiento que oscurecía su mente, detuvo el coche ante la puerta, cerró con ira la portezuela y entró en la casa.
Sobre el mármol amarillo de la mesita de falso estilo Luis XV que había en el vestíbulo vio, junto al corto paraguas y al bolso, un curioso paquete erizado de puntas agudas. Intrigado, deshizo la envoltura del papel: era una pequeña locomotora de lata; antes de acudir a la cita, su amante, que estaba casada desde hacía ocho años y tenía dos niños, había ido, como buena madre que era, a comprar un juguete para regalárselo aquella noche cuando, cansada y lánguida, volviera a casa poco antes de la cena. Lorenzo envolvió de nuevo el juguete en su papel, colgó el impermeable y el sombrero y pasó al dormitorio.
De inmediato, a la primera mirada, comprendió que la mujer, para entretenerse durante la espera, se había preparado a sí misma y al cuarto de manera que él, al llegar desde la noche fría y lluviosa, recibiera inmediatamente la impresión de una intimidad afectuosa y confortante. Sólo estaba encendida la lámpara de la cabecera, y ella la había envuelto con su camisa de seda rosa para que la luz fuera cálida y discreta; en una mesita estaban preparadas la tetera y las tazas; su bata de seda, desplegada en una butaca, y sus pantuflas afelpadas puestas en el suelo, bajo la bata, parecían dispuestas a saltar encima de él y a revestirlo, tan grande era el cuidado con que habían sido arregladas. Pero el malhumor que le inspiraron estas atenciones casi conyugales se redobló cuando vio que la mujer, para recibirlo dignamente, había tenido la idea de ponerse un pijama suyo. La mujer estaba tendida de lado sobre la colcha amarilla y suntuosa de la cama, y el pijama de grandes rayas azules, demasiado estrecho para sus caderas amplias y rotundas y para su pecho lleno y prominente, mal abrochado y mal puesto, la obligaba a adoptar una torpe e inconveniente actitud, que contrastaba desagradablemente con sus cabellos, negros y largos, y con la expresión plácida e indolente de su rostro. Todo esto lo observó Lorenzo en la primera y aguda ojeada que echó al cuarto. Luego, sin decir palabra, se sentó sobre la colcha, al borde de la cama.
Hubo un instante de silencio.
-¿Sigue lloviendo? -preguntó por fin la mujer, mirándolo con una serena e inerte curiosidad y acurrucándose junto a él, como si hubiera percibido inconscientemente la crueldad que había en los ojos inmóviles y absortos de Lorenzo.
-Llueve -contestó él.
Hubo un nuevo silencio, la amante le dirigió tres o cuatro preguntas, recibiendo siempre las mismas breves y angustiadas respuestas, y en seguida le preguntó:
-¿Qué tienes?
Y, mientras hablaba así, se arrastró hasta él y se acurrucó a su lado.
-¿Qué tienes? -repitió anhelante, con un principio de aprensión en sus hermosos ojos, negros e inexpresivos.
Al verla tan cerca, viva y ansiosa, y al mismo tiempo tan remota a causa de su malestar, Lorenzo sintió que un mutismo árido y angustioso oprimía su garganta. «Quizá toda la culpa sea de ese maldito pijama que se le ha metido en la cabeza ponerse», pensó. Y, mientras contestaba que no tenía nada, intentó quitarle la chaqueta de gruesas rayas con manos desmañadas e impacientes.
Creyendo que el joven quería desnudarla para acariciarla mejor, bastante satisfecha por poder atribuir su inquietante silencio a una turbación de los sentidos, la mujer se apresuró a deshacerse del pijama y, desnuda y plácida, se tendió de nuevo en la actitud de pasiva espera en la que Lorenzo la había encontrado al entrar en el cuarto. Siempre sin decir una palabra, él se sentó a su lado y comenzó a acariciarla de manera distraída y preocupada, casi sin mirarla y como pensando en otra cosa. Sus dedos se enredaban ociosamente en los negros cabellos, desordenándolos y volviéndolos a alisar, su mano se posaba abierta e insegura ora en su pecho desnudo, como si quisiera sentir la tranquila respiración que lo animaba a intervalos, ora sobre el vientre, como teniendo la curiosidad de sorprender bajo su amplia e inmóvil blancura el latido del deseo; pero, en realidad, para él era como tocar un tronco exánime e informe; con lucidez, mientras lo acariciaba, advertía que no experimentaba ningún amor por aquel hermoso cuerpo y que ni siquiera percibía su vida, fuera aliento o deseo; y esta irremediable sensación de alejamiento se agudizaba dolorosamente debido a las miradas angustiadas e interrogativas con las que su amante no dejaba de examinarlo, como un enfermo tendido en la camilla de hierro de un médico. Luego, Lorenzo se acordó de pronto del tranquilo e indiferente disgusto con que un gato suyo, cuando ya no tenía hambre, desviaba el hocico ante el plato que se le ofrecía.
-El animal está saciado -exclamó entonces, con voz irónica y triunfante- y no quiere comer más.
-¿Qué animal, Renzo? -preguntó, inquieta, la mujer-. ¿Qué te pasa?
Lorenzo no contestó nada a esta pregunta, pero al mirarla, con ojos aguzados por el árido sufrimiento que le oprimía, su vista se detuvo en la mano con la cual -en un gesto lánguido y patético de inconsciente defensa- ella se cubría el pecho. Era una mano bastante bonita y más bien grande, ni demasiado gordezuela ni demasiado nerviosa, blanca y lisa, y llevaba en el anular un sencillo anillo de bodas.
Durante un rato Lorenzo miró ese anillo, miró el cuerpo desnudo, joven y espléndido, aovillado con cierto empacho sobre la colcha amarilla y lisa del lecho, y luego, de repente, fue como si -en un arrebato irresistible- todo el odio acumulado durante los tristes últimos meses en las zonas interiores de su conciencia rompiera los debilitados diques de su voluntad e inundase su alma.
-¿Qué anillo es ése? -preguntó, indicando la mano.
La amante, sorprendida, bajó los ojos sobre su pecho.
-Pero Renzo -contestó luego, sonriendo-, ¿en qué estás pensando? ¿No ves que es la alianza?
Hubo de nuevo un breve silencio; Lorenzo trataba en vano de dominar el extraño y cruel sentimiento que se había apoderado de él. Después:
-¿No te da vergüenza? -preguntó de pronto, bajando la voz-. Dime, ¿no te da vergüenza estar así, desnuda, en mi cama? Tú, una mujer casada y madre de dos niños.
Si le hubiera dicho que era de madrugada y que el sol estaba a punto de salir, la mujer no se habría quedado más asombrada. Con todos los signos de una sorpresa dolorida y aprensiva, se sentó en la cama y lo miró.
-¿Qué quieres decir con eso? -interrogó.
Absolutamente incapaz ya de contenerse, Lorenzo sacudió con violencia la cabeza y no contestó.
-¿No te da vergüenza? -repitió después-, ¿no te preguntas qué pensarían tu marido y tus hijos si te vieran aquí, en mi cama, sin nada de ropa encima, o si pudieran verte cuando nos abrazamos y observar cómo la cara se te pone roja y excitada, y cómo meneas el cuerpo, y qué posturas adoptas? ¿O si pudieran oír las cosas que me dices a veces?
Más que la vergüenza de la que Lorenzo hablaba, parecía que la mujer experimentaba una sensación de espanto. Replegando las piernas bajo los muslos, se incorporó aún más en la cama, y al hacer este gesto sus largos y negros cabellos cayeron sobre su pecho y sus hombros; en seguida, suplicante y cohibida, puso una mano en la mejilla del joven.
-Pero ¿qué tienes? -volvió a preguntar-. ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Qué tienen que ver con nosotros?
-Tienen que ver -contestó Lorenzo; y con un rudo movimiento de la cara apartó aquella mano afectuosa. Sin comprender, perpleja, la amante se calló un rato, mientras lo observaba.
-Pero yo te quiero -objetó por último, dejando al descubierto la verdadera naturaleza de su preocupación-. ¿Es que crees que no te quiero?
Su sinceridad era evidente; pero volvía a hacer sentir a Lorenzo su propia incapacidad para hablar, sin mentir, el vago e impreciso lenguaje del amor; y esto ensanchó la distancia que ya los separaba. Durante mucho tiempo, mudo y trastornado, él la miró sin moverse. «Lo malo es que yo no te quiero», le habría gustado contestar. En vez de ello se levantó y comenzó a pasear de arriba a abajo por la amplia habitación llena de sombra. De vez en cuando lanzaba una ojeada a la mujer, allá sobre la cama, y veía cómo cada vez que sus miradas se detenían en ella cambiaba atemorizada de actitud, ora cubriéndose el regazo, ora sacudiéndose los cabellos, ora poniendo una mano sobre los pies aplastados por los pesados muslos, sin dejar de seguir con sus ojos intimidados su silencioso ir y venir. «Me quiere -pensaba mientras tanto-. ¿Cómo puede decir que me quiere si ni siquiera remotamente sabe cómo soy ni quién soy?»
La aridez de su sentimiento le secaba la garganta; se detuvo de improviso ante un bargueño dorado y falso como todos los otros muebles del cuarto, lo abrió, sacó una botella y se sirvió un gran vaso de soda. Entonces, en el momento en que se disponía a beber:
-Renzo -profirió la mujer con su voz bonachona, cálida y un poco vulgar-, Renzo, dime la verdad. Alguien te ha hablado mal de mí y tú te lo has creído. Dime la verdad, ¿no es así?
Ante estas palabras detuvo el vaso que se estaba llevando a los labios y se demoró un momento observándola: con el rostro desconcertado y suplicante, con los cabellos blandamente esparcidos sobre el pecho y los brazos, con el cuerpo blanco y lleno, enteramente plegado y recogido, le pareció que su amante no habría podido dar a entender más claramente su propia ceguera ante lo que ocurría. Sin responderle, bebió y dejó el vaso sobre el bargueño.
-Vístete -le dijo luego brevemente-. Es mejor que te vistas y te vayas.
-Eres malo -dijo la mujer, con aquel tono suyo indolente y juicioso, como si estuviera segura de que esta conducta de Lorenzo se derivaba de un mal humor pasajero-, eres malo e injusto. También yo creo que será mejor que me vaya.
Se echó el pelo hacia atrás, sobre los hombros, con un gesto pleno de indiferencia y de seguridad, bajó de la cama e hizo un ademán para acercarse a la butaca donde había dejado sus ropas. En estas palabras y en esta actitud sólo había la serenidad indolente y un poco bovina con que la mujer lo hacía todo. Pero a Lorenzo, irritado, le pareció descubrir una ironía insolente y despreciativa; y de golpe le acometió un cruel deseo de humillarla y castigarla. Se encaminó rápidamente hacia su ropa, la cogió y empezó a recorrer la habitación lentamente, tirando las prendas al suelo una a una y preocupándose de elegir los sitios más recónditos y difíciles. «Así tendrá que inclinarse al suelo para recogerlas», pensaba; y le parecía que no podía haber nada más humillante para su querida, desnuda como estaba, que esta ridícula y penosa búsqueda.
-Y ahora recógelas -dijo, volviéndose hacia la cama.
Muy asombrada, aunque ya enteramente segura de sí y de los motivos de su resentimiento, la mujer lo miró un momento sin abrir la boca.
-Te has vuelto loco -dijo por fin, tocándose la frente con el dedo en un gesto expresivo.
-No, no estoy loco -contestó Lorenzo; fue hasta la lámpara, cogió la camisa rosa con la que la mujer la había envuelto y la tiró debajo de la cama.
Se miraron. Después la mujer se encogió de hombros con indiferencia, bajó de la cama e inclinándose aquí y allá, sin la menor vergüenza, recorrió el cuarto recogiendo las ropas que Lorenzo había tirado al suelo. Hundido en su butaca, Lorenzo la seguía atentamente con la mirada; la veía, blanca y ligera, recorrer la oscura habitación, ora doblándose con la cabeza hacia abajo y las nalgas al aire, ora agachándose diligentemente con la cara pegada al suelo y el pelo esparcido alrededor, ora inclinándose hacia un lado con los senos colgantes y un pie en el aire; y le parecía que se había castigado a sí mismo en vez de a su amante; porque, mientras ella no parecía experimentar vergüenza ni humillación, y sí solamente fastidio, a él, que la miraba con crueldad, le parecía en cambio que aquellas grotescas actitudes de animal torpe destruían el deseo y también cualquier sentimiento de humana simpatía. Todo estaba perdido -reflexionaba, lleno de sufrimiento-, jamás podría salir de estas condiciones de disgusto y de desilusión; incapaz de amar, semejante a un hombre que se hunde en la arena, el menor esfuerzo que hiciera para despertar su sentimiento muerto lo hundiría un poco más en este pantano de la crueldad y de la fría práctica. Absorto en estos pensamientos, le parecía ver desde muy lejos, envuelta ya en un aire funesto e irreparable de ruptura, a su amante, que comedidamente se iba vistiendo una prenda tras otra del otro lado de la cama.
-Hasta la vista y, por favor, cúrate -le dijo ella finalmente, con un resentimiento bonachón, pero firme, desde el umbral.
Un minuto después la puerta de la casa se cerró de golpe en el vestíbulo, y sólo entonces Lorenzo, saliendo bruscamente de su amarga distracción, advirtió que se había quedado solo.
Permaneció inmóvil durante mucho rato, contemplando la colcha amarilla e iluminada de la cama, en cuyo centro persistía aún el hueco que había excavado al yacer el cuerpo de su amante. Por último, se levantó, fue a la ventana y la abrió. Ya no llovía fuera de la habitación cálida y cerrada, frente a la fresca noche invernal; sintió que su mente, como una jaula repleta de malignas arpías, se vaciaba de pronto, quedando vacía y sucia. Estaba quieto, sus ojos veían el negro y confuso terreno en construcción que había bajo la casa, con sus montones de inmundicias, los hierbajos y unas formas cautas y lentas que debían de ser gatos famélicos; sus oídos percibían los rumores de la cercana avenida, bocinas de automóviles, chirridos de tranvías, pero su pensamiento permanecía inerte y sólo creía existir a través de aquellas laceraciones solitarias y casuales de los sentidos. «Como yo, más aún, mejor que yo -pensaba mientras observaba las sombras móviles y cautelosas de los gatos sobre los blancuzcos montones de basura-, esos gatos oyen los ruidos, ven esas cosas; ¿qué diferencia hay entre yo, que soy hombre, y esos gatos?» Esta pregunta le parecía absurda, pero al mismo tiempo comprendía que en el punto al que había llegado lo absurdo y lo real se confundían estrechamente, hasta no distinguirse uno de otro. «¡Qué desdichado soy! -comenzó luego a murmurar en voz baja, sin apartarse del antepecho-. ¿Cómo me las he arreglado para verme reducido a tanta desdicha?» De pronto se le ocurrió la idea de quitarse una vida ya tan vacía e incomprensible; le pareció que el suicidio era fácil y maduro, como un fruto que le bastaría con tender la mano para coger; pero además de una especie de desprecio ante una acción que siempre había considerado como una debilidad, además de un sentido casi de deber, le pareció que lo retenía una esperanza extraña y, en su presente condición, inesperada: «No vivo -pensó de repente-, estoy soñando. Esta pesadilla no durará lo bastante para convencerme de que no se trata de una pesadilla, sino de la realidad. Y un día me despertaré y reconoceré el mundo, con el sol, las estrellas, los árboles, el cielo, las mujeres y todas las demás cosas hermosas; hay que tener paciencia; el despertar no puede tardar.» Pero el frío nocturno lo iba penetrando lentamente; al fin reaccionó y, cerrando la ventana, volvió a sentarse en la butaca, frente a la cama vacía e iluminada.