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miércoles, 31 de octubre de 2012

Cinco marineros y un ataúd verde - Francisco Coloane - Ciudad Seva

Cinco marineros y un ataúd verde - Francisco Coloane - Ciudad Seva:

Cinco marineros y un ataúd verde[Cuento. Texto completo]Francisco Coloane
Un día de principios de invierno arribó a Punta Arenas un barco tan deslastrado que llevaba más de media paleta de la hélice fuera del agua; el casco plomizo, algo descascarado por la intemperie o por las faenas de pintura en alta mar, estaba surcado de grandes manchas de azarcón rojo que semejaban heridas cuya sangre aún no se lograba restañar.En sus prolongadas singladuras, generalmente estos vagabundos pasan de largo por el Estrecho de Magallanes, y si se detienen en el puerto lo hacen solo para arreglar algún desperfecto de sus máquinas o alguna avería vital.
Este pidió ser recibido por la capitanía de puerto; pero junto con el gallardete de la solicitud izó en el mástil de trinquete una bandera de grandes paños negros y amarillos que quería decir "muerto a bordo".
Efectivamente, después de que la lancha de la autoridad marítima se hubo desprendido de sus costado, una chalupa fue arriada de los pescantes del barco, y, tripulada por cuatro remeros y un patrón, se dirigió a toda boga hacia el muelle del puerto.
La embarcación atracó cerca del malecón, que a esa hora de la baja marea se encontraba bastante alejado del nivel del mar.
Dos de sus tripulantes treparon ágilmente por los pilotes hasta la plataforma, y los de abajo les lanzaron dos chicotes de soga que empezaron a recoger cuidadosamente, surgiendo desde el interior de la chalupa, como si lo fueran sacando desde el fondo del mar, un extraño cajón pintado de verde, que, aunque toscamente confeccionado, tenía la característica forma de una caja de muerto.
Fue depositado cuidadosamente en el borde el muelle, y, luego de dejar asegurada la chalupa, subieron los otros tres marineros, le quitaron las amarras y levantándolo en vilo colocáronlo sobre los hombros de cuatro de ellos, y con el quinto por todo cortejo echáronse a andar en busca de la salida del puerto. Las calles estaban nevadas y los marineros tuvieron que marchar con cuidado, pisando inseguros, lo que les daba un cierto vaivén a sus hombros y al ataúd, cuyo verde color hacía recordar un trozo de mar llevado en hombros de esos marineros.
A la salida del muelle preguntaron a un guarda por el camino del cementerio, y hacia allá dirigieron sus acompasados pasos. Era alrededor del mediodía y en las calles solitarias y blancas solo encontraron uno que otro transeúnte que se dirigía apresuradamente a su almuerzo, pero no tanto como para no descubrirse con respeto ante el encuentro de la muerte y después de dar vueltas repetidas veces la cabeza, pararse a mirar el extraño funeral de los cuatro marineros con su ataúd verde sobre los hombros.
Al doblar una esquina se toparon con un individuo bajo, recio, que descubrió su recia cabezota, de nariz chata, y que con insólita actitud se puso a caminar junto al féretro, con la vista agachada y un notorio compungimiento en el rostro, como si se tratara de un deudo. Era Mike, el hijo idiota del pastelero, que tenía la funeraria costumbre de acompañar todo entierro que encontrara en su camino, con el más patético de los dolores… Pero algo raro debió haber hallado en este funeral, cuando a poco de andar se puso de nuevo la gorra y abandonó el cortejo, reanudando su vagar de loco suelto.
Al llegar a las afueras, una ventisca cargada de nieve empezó a azotar a los conductores del ataúd, que tuvieron que defender sus rostros cambiando de hombros más a menudo para guarecerse en el costado del cajón menos azotado por el vendaval. Siempre iba uno atrás, descansando, en renovada escolta.
En uno de estos cambios le correspondió dejar el ataúd a un tripulante algo viejo, entrecano, que se detuvo a descansar plenamente, mientras se pasaba el pañuelo por el rostro mojado tanto por la ventisca como por el sudor que perlaba su frente. Era Foster, el más amigo de Martín, el lamparero de a bordo, que ahora iban a enterrar; compartían la misma cabina en el Gastelu y quién sabe por qué razón transpiraba tanto… A lo mejor el ataúd pesaba más para sus hombros que para los de los otros compañeros del lamparero muerto…
Mas, de pronto, sus ojos tropezaron con un letrero que se destacaba sobre el dintel de una casa y que decía en letras azules y rojas "Bar Hamburgo". Echó un vistazo temeroso a sus compañeros que se alejaban sin darse cuenta de su detención, capeándole a la ventisca con presurosos pasos, y volviendo a mirar el letrero entró rápidamente en el bar.
En el mostrador pidió al cantinero una ginebra doble que se zampó de un trago, pasándose luego el dorso de la mano por los labios, que rechuparon el bigote con fruición. Y se sintió más alivianado, no porque el ataúd hubiera pesado más para él que para los otros hombres, sino porque se trataba de Martín el lamparero, su compañero de cabina, cuyos ojos, al darse vuelta con la última mirada de la vida, habían volcado en los suyos, en su alma apeñascada por la codicia, un peso que en vano había tratado de aliviar.
Él mismo fue el que propuso sepultarlo en tierra y no en el mar, temeroso de una vieja superstición marinera que dice que los sepultados en el mar vuelven siempre a sus casas a visitar a menudo los lugares en donde vivieron, vengándose muchas veces de los que les hicieron daño. Y tratándose de un crimen o de algo parecido, la leyenda exaltaba la venganza de tal manera que el alma de la víctima llegaba a incorporarse en la del victimario, hasta enfermarlo y hacerlo perecer… ¡Supersticiones, patrañas, pero tan ciertas a veces como las "luces de San Telmo" que se encienden en las colas y en las crucetas de los mástiles poco antes de que un barco vaya a naufragar en medio de una tempestad!
Aun cuando no había pasado el cabo Froward, último peñón continental de la América meridional, él, Foster, se había apresurado a fabricar a serrucho y martillo la tosca caja de pino que hubo de pintar con pintura verde, porque otra pintura no había a bordo, fuera de la negra brea, imposible de utilizar por el largo tiempo que demora en secarse. Se había apresurado, e insistió ante el piloto para que no se lanzara al mar el cuerpo de Martín, y en cambio descansara en paz bajo la tierra, y tal vez lo dejara descansar a él también…; porque mientras estuviera sobre la superficie o vagando por las profundidades del mar, el peso aquel que volcara sobre su ánimo la última mirada del lamparero no lo alivianaría ni con todos los vasos de ginebra que pudiera beberse en su vida.
No pudo continuar en sus reflexiones; de súbito hicieron bulliciosa irrupción en el "Bar Hamburgo" sus cuatro compañeros, que al darse cuenta de que él ya no los seguía, se detuvieron a esperarlo un rato; mas uno de ellos, como marinero sediento, también había visto de soslayo el letrero rojo y azul que decía en la pared de la casa "Bar Hamburgo", y no les cupo duda alguna de que el ausente se había metido de cabeza allí mezquinamente unos tragos. Acomodaron el ataúd en una depresión del terreno semiurbano, entre la acera y la calzada, para que fuera menos notorio su respetuoso abandono, y se dirigieron los cuatro en pos del bellaco que se había pasado a beber solo.
No sin sorpresa los recibió Foster; pero haciendo de tripas corazón pidió inmediatamente una corrida para todos y, cosa rara por su fama de tacaño, pidió otra y se adelantó a pagarlas.
-¿Heredaste de Martín, que estás tan generoso? -le dijo, riendo, un pelirrojo de cara acuchillada.
-¡Viejo pillastre, te pillamos!… ¡Apuesto que te estás tomando la plata que Martín tenía en el escondrijo que solo tú y él conocían!
Foster se pasó nuevamente el pañuelo por la frente y trató de sonreír, mientras se llevaba la copa a los labios, invitando a los demás con el gesto.
-¿Y te la ibas a chupar solito, no, viejo? -dijo otro.
-¡No sean así, siempre he tomado solo, pero con mi plata!
-¡Entonces ponga una botella entera de ginebra! -exclamó el pelirrojo-. ¡El viejo Foster paga!
El mesonero descorchó una botella de barro y la puso sobre el mostrador… Los marineros se acercaron y leyeron en la etiqueta: "Su color ámbar pálido comprueba la vejez", y empezaron a escanciarla.
Afuera la ventisca se fue convirtiendo en tupida nevada, y solo las muertas alas de la nieve se acercaron a acompañar a Martín, como una ofrenda de la inmensidad sobre su abandonado féretro.
Si da el verde con el verde
y el colorado con su igual,
entonces nada se pierde,
siga el rumbo cada cual.

Todos coreaban el estribillo con que el lamparero Martín recordaba la posición de las luces cuando los barcos se encuentran en plena navegación en la noche; estribillo que todo lamparero o timonel repetía a menudo para no equivocarse en el rumbo que debía tomar en tales circunstancias.

Las luces también se habían encendido en el interior del bar, porque la noche ya había caído afuera, sin que los marineros se diesen cuenta de su llegada. Gente de mar, pescadores, bebían con bullicio, y el fuerte humo de sus cachimbas y toscanos llenaba el ambiente del bar con una pesada atmósfera. De vez en cuando alguien ponía una moneda de níquel en la ranura de una caja de música apernada en la pared, y saltaban al aire los acordes de alguna vieja marcha, polca o vals, con gran estridencia de bombos y platillos.
Uno de los marineros miró por la ventana hacia la noche y se detuvo un rato contemplando melancólico cómo jugueteaban en los vidrios los copos de nieve, semejando una bandada de mariposas que pugnaban por atravesar el cristal hacia la luz, escurriéndose luego en grandes lágrimas que rasguñaban el vidrio empavonado de la evaporación. La música, el bailoteo de los alados pies de la nieve en los vidrios a su destemplado ritmo…, quizás qué, trajeron a la mente del marinero una obsesión, y se levantó para conversar al oído con uno de los mesoneros del bar. Después se quedó un rato pensativo, acodado junto al mostrador y mirando hacia sus cuatro compañeros; el viejo Foster dormitaba y los otros tres bebían pausadamente, anegados ya por el alcohol. Lanzó un solapado silbido que solo fue percibido por el pelirrojo de cara acuchillada, que se acercó al instante al mesón.
-¡Vamos a divertirnos por ahí? -propuso.
-¡All right! -contestó el pelirrojo, haciendo restallar la lengua; pero, dudando de pronto, agregó-: ¿Y Martín?
-¡Que lo entierren ellos…, si pueden! -replicó haciendo un gesto despectivo hacia los que continuaban en la mesa.
Salieron sigilosamente y la noche se los tragó. Solo después de un largo rato los de adentro se percataron de la ausencia; pero la borrachera había sido tan súbita, que poca cuenta se daban de la hora y de las circunstancias en que se hallaban.
-Vamos… a enterrar a Martín -balbuceó uno de ellos.
-¡Cuando los otros vuelvan! -profirió el otro.
Foster continuaba dormitando pesadamente y despertaba de tarde en tarde solo para estirar la mano y llevarse, vacilante, la copa a los labios marchitos, que revivían por algunos momentos al ardiente contacto del alcohol.
-¡Pobre Martín! -gimoteó el uno.
-¡Pobre! -repitió en letanía el otro.
-¿Te acuerdas cuando nos dio de tomar a todos en Tocopilla?
-¡Sí, me acuerdo; a todos nos costeó el trago con sus gracias!
-Tocaba mejor que esta endiablada música, con su armónica…
Por unos momentos pasó por la mente de los borrachos la imagen inolvidable del lamparero del Gastelu, el mejor camarada de a bordo: la visión de cuando los alegraba con su armónica de boca, o de aquellas ocasiones en que, sin un centavo en el bolsillo, en un bar de un puerto cualquiera, salía a bailar con alguno de sus compañeros, tocando la armónica y acompañándose con una verdadera batería de cucharas antepuestas entre los dedos, que tamborileaban al compás del baile por la cabeza, la frente y el lomo, en una grotesca y extraña danza. Después del baile con que hacía reír a los parroquianos, Martín saludaba y al rato era el convidado de todas las mesas; pero en ellas no podía beber sin sus estimados compañeros…
-¿Te acuerdas del naufragio del María Cristina?
-Cuando se sacó el chaleco salvavidas y se lo pasó a Foster…
-Para que se salvara, porque era más viejo que él…
-Y él casi la entregó, braceando desde mar afuera sin salvavidas…
-Y ahora el viejo bribón duerme y ni siquiera entierra al que le salvó la vida…
-Nosotros tampoco…
-Ni esos traidores que se fueron y que todavía no vuelven…
-Ni nadie… Hip… hip… Este mundo es muy perro… Apenas uno se da vuelta y ya nadie se acuerda… -gimoteó el más borracho, llenándosele el rostro de gruesos lagrimones, y agregó entre hipidos y llantos-: ¡Pobre Martín! "Si da el verde con el verde y el colorado con su igual, entonces nada se pierde, siga el rumbo cada cual…"
La sirena de un barco comenzó a horadar angustiosa e intermitentemente la alta noche; se dejó oír en el interior del bar, traspasando el bullicio y la música. Era un aullido que tenía algo de voz humana que viniera de la inmensidad; una voz ululante, enternecedora. Era el pito de Gastelu, que clamaba por sus cinco tripulantes desembarcados en misión de piedad…
-¡A ver…, marineros…, hace media hora que un barco está llamando a su gente!… -exclamó el patrón del bar, sacudiendo a los dos que quedaban dormitando sobre la mesa en que por la tarde se habían sentado los cinco.
Le costó trabajo despertarlos. Por suerte lo consiguió en los mismos instantes en que la sirena del barco reiniciaba sus angustiosos y prolongados lamentos, llamando de nuevo a sus tripulantes para zarpar antes de que la marea se le pusiera a la salida del Estrecho.
Restregándose los ojos aún, los dos marineros reconocieron en los intermitentes pitazos la voz del Gastelu.
-¡Es él, nuestro barco!
-¡Está llamando apurado! -profirió el otro.
-¿Y nuestros compañeros? -preguntó uno de ellos, algo despejado por la dormida.
-¡Se fueron… hace algunas horas… en busca de otra diversión! -replicó el patrón.
-¿Y Foster también?
-¿Quién es Foster?
-¡Los otros dos se irían a ver mujeres; pero Foster, el viejo, debiera estar con nosotros!
-¡Ah!… El viejo, sí; vi que se quedó con ustedes, pero hace rato que ha desaparecido… ¡A lo mejor, cuanto más viejo, más mujeriego!
En ese instante la bocina del Gastelu empezó de nuevo a clamar con sus pitazos intermitentes por sus hombres tragados por la ciudad, y los dos últimos parroquianos del "Bar Hamburgo" partieron, poniéndose las gorras apresuradamente.
Afuera se toparon con la negra noche; pero los helados tentáculos que salían de las negruras les abanicaron el rostro y les despejaron algo la borrachera.
-¿Y Martín? -dijo uno, acordándose súbitamente del ataúd que habían abandonado en la solera.
-¡No lo enterramos!… y pongámonos de acuerdo con los demás en la chalupa.
-¡Alguien lo sepultará mañana cuando lo encuentren! -replicó el otro, y se perdieron como dos sombras más densas que la noche misma, camino del muelle.
Pero al día siguiente nadie encontró ataúd alguno en el puerto, porque la nieve había caído durante toda la noche, formando una capa de cerca de un metro de espesor y cubriendo con su altura todas las cosas, y continuaba nevando, pausada, pero tan copiosamente que nadie iba a andar buscando ataúdes en las soleras de las calles aquel día. Ni en ese ni en los otros que fueron solidificando la gruesa costra de hielo…
Era como si el lamparero Martín hubiese regresado de nuevo al mar, después de muerto, como las almas de aquellos náufragos que siguen la estela de los que fueron sus barcos o el rastro de los que los atormentaron en vida o en la hora de la muerte.
Como a la media mañana de aquel día. don Erico, el dueño del "Bar Hamburgo", empezó a asear su establecimiento, y cuál no sería su asombro al encontrar detrás de unos barriles, en una pieza contigua a los servicios higiénicos, que servía de bodega, a un marinero viejo, entrecano, que aún dormía la mona.
-¿Y usted? -le dijo, despertándolo con la punta del pie.
-¿Yo?… Soy del Gastelu… -contestó Foster, balbuceando, mientras se ponía de pie restregándose los ojos y aún no dándose bien cuenta del lugar en donde se encontraba.
-¿Del barco que llamó toda la noche a su gente?
-¡Sí!… ¿Se fueron… mis compañeros… y me dejaron? -agregó balbuceante.
-¡Ahora que me acuerdo, preguntaron por un tal Foster! ¿Es usted Foster?
-¡Sí, yo soy Foster!
-¡Y yo que les dije que se había ido con los otros… detrás de las mujeres! -dijo don Erico con una indiferente y bestial carcajada.
-¿Y el barco?
-¡Ya estará lejos! ¡Por un marinero ningún barco espera!
-¡Deme, por favor, una ginebra! -musitó Foster, tentándose los bolsillos en busca de dinero.
Pasaron al bar, donde don Erico le sirvió un vaso grande de ginebra.
-¡Yo también fui marinero! -le dijo-. Por muchos años navegué en la Hapag ¡y más de una vez me dejó el barco y volví a encontrar embarque en otro!
Con la ginebra, a Foster dejaron de castañetearle los dientes, tan aterido estaba por el frío de la noche pasada; y después de afirmarse con otra copa se dirigió hacia el puerto.
-¡No salga, que está nevando fuerte! -le advirtió don Erico.
-¡No importa, puede que esté el barco todavía! -respondió.
-¡Ya habría tocado la bocina de nuevo! -replicó el dueño.
Sin embargo, Foster bajó hasta el muelle para escrutar la bahía envuelta en la bruma de la nevada, y para encontrar solo pontones atados a sus grilletes, barcos de cabotaje y uno que otro lanero tardío de alto bordo. El Gastelu no estaba por ninguna parte; a esas horas. Seguramente, ya estaría saliendo por la boca oriental del Estrecho, rumbo al África, y luego a Europa, al Mediterráneo, a través de sus largas singladuras. Por todo lo que había oído, ese era su último viaje; estaba demasiado viejo y le habían prohibido navegar. Seguramente algún armador los iba a adquirir para desguazarlo y aprovechar algo de él… Su apeñascado corazón se hendió como una puñalada… Si no volvía a encontrarse con el Gastelu en ningún otro puerto del mundo, o lo desguazaban como era lo más probable, ¿a dónde iba a ir a parar el dinero que Martín había escondido en lo alto del palo trinquete, debajo de un farol, junto a la cofa? ¿Quién iba a ser el afortunado dueño de ese pequeño tesoro por el cual él había cometido el acto más vil de su vida? ¿Al no pasarle el vaso de agua con el remedio a su compañero, en los instantes de su agonía?
Fue poco a poco después de haber cruzado el Paso del Abismo, en los canales, cuando Martín se sintió mal y lo llamó para revelarle el lugar en donde había escondido sus ahorros de los años de navegación en el carguero Gastelu; dinero con el cual pensaba retirarse a la aldea de donde era oriundo, en el interior de Pontevedra, en la que aún vivía su vieja madre, para quien serían ahora esos ahorros. En la Capitanía de Vigo la conocían ya por las mesadas que solía enviarle; allí podría Foster dejarle los ahorros; pero si disponía de algún tiempo, era preferible que fuera a entregárselos personalmente a la aldea. ¡Era su único y último deseo!
Desde ese instante empezó a surgir dentro de él una lenta pero inexorable sombra. "¿Qué será? -se dijo-. ¿Podré yo ser así, tan malo?" Había cuidado solícitamente a Martín en su enfermedad; pero después de la revelación, algo dudoso empezó a entorpecer todos sus actos con el enfermo. Lo rehuía y hasta surgió, pleno, el deseo de que muriera cuanto antes para que dejara de "embromar" tanto… ¿Por qué quería que falleciera luego? ¿Por el dinero de la cofa? ¡No! ¡Él no podía ser tan malvado para quedarse con eso, que el otro había ahorrado para sí y para la pobre vieja!
En fin… Ya vería lo que iba a suceder con ese dinero… Algo llevaría a las manos de la vieja… porque era bastante y alcanzaba para los dos.
¡Se estremeció al descubrirse, por segunda vez, ese pensamiento maligno! ¿Tan malo era? Y bien, si él era así en realidad, tan malo, y solo ahora se descubría ante esa circunstancia, ante esa prueba del Destino, ¿por qué no quedarse con toda la plata y retirarse de una vez de esos barcos viejos, de dudosas rutas y más dudosos cargamentos, a donde iba a parar la escoria de los puertos? ¡El dinero lo era todo en la vida y allí estaba su oportunidad!
¡Y eso fue lo que lo hizo vacilar tanto, en la agonía de Martín, al querer pasar el vaso de agua con el remedio que tan desesperadamente le pidió! ¡Ese vaso de agua que le podía significar un poco más de vida! Quién sabe si la vida entera… porque ¿quién conocía los designios de Dios?
Sin embargo, se demoró en pasarle el vaso de agua con el remedio, como si un grillete invisible lo hubiera detenido, amarrándolo a los pies.
Hasta que el propio Martín se dio cuenta de las intenciones de su amigo, y entonces fue cuando el lamparero volvió esa extraña mirada sobre su malvado compañero. Fue la última, la del instante de la muerte; pero su fulgor inundó la cabina, se impregnó en las paredes y no lo dejó ya, ni siquiera dormir.
Con ese fulgor de espanto u odio, esa mirada había pasado a la eternidad, había quedado en la atmósfera como un hálito más de dolor ante la humana maldad. Aire enrarecido que le empezó a circundar por todas partes desde el día de la muerte de Martín; ya fuera dando vueltas las cabillas del timón o rascando la pintura en la intemperie; allí estaba siempre impregnándolo de un raro desasosiego.
Y en esa hora cruel del abandono, cuando atestiguaba definitivamente la partida del Gastelu con su pequeño tesoro escondido en el mástil hacia otros mares, la atmósfera se había enrarecido aún más, a pesar de la nevada, cuyos pétalos blancos venían, innúmeros, a palparlo, como si alguien desde la lejanía tratara de reconocer al hombre…, sorprendido de que pudiera de pronto trocarse en otro hombre, en tal forma y tanto…
Foster vagó por el puerto como un fantasma que busca otro fantasma… Y poco a poco se fue dando cuenta con horror de que la superstición marinera se estaba cumpliendo en él y que él mismo era el que llevaba a ese otro fantasma adentro.
La pérdida, el abandono, la falta de dinero, aumentaron los remordimientos e hicieron mella en sus años. Anonadado, guardó el secreto y a nadie preguntó ni comunicó el extraño caso del ataúd que tan afanosamente buscaba… Las circunstancias se habían concitado también para que ignorara completamente el lugar en donde sus compañeros lo habían dejado. Y después, la borrachera… Bueno, la borrachera había sido la culpa de todo lo demás.
¿Dónde estaba el cadáver de Martín? ¿Se había resbalado misteriosamente por las pendientes nevadas, regresando de nuevo al mar, para no dejarlo vivir en paz? ¿Se había incorporado ya su alma a la suya partiéndola en dos y atormentándole, mientras su cuerpo permaneciera a flor de tierra o deambulara por las profundidades marinas?
Indagó sigilosamente por el cementerio; pero nadie le dio indicio alguno. Don Erico, el dueño del bar, tampoco sabía nada. Todo el mundo ignoraba el misterioso suceso.
La vida se le hizo angustiosa, insoportable. Vagó como un mendigo de puerta en puerta, encendiéndoles el fuego en las mañanas a las cantinas y a los bares por un pedazo de pan o una copa de aguardiente. Después, ya ni siquiera pudo seguir realizando estos minúsculos trabajos domésticos y le faltó el alcohol que lo sostenía.
Una madrugada lo encontraron helado dentro de una pequeña cueva que la erosión había hecho en los acantilados que quedan en las afueras del puerto, por el lado del oriente. Tenía la característica mueca de los escarchados, y sus ojos abiertos, fijos, miraban intensamente hacia el este, hacia la desembocadura del estrecho, en cuyo horizonte se pierden los mástiles de esos viejos vagabundos de los mares, que pasan de largo por el puerto o recalan solo porque tienen que reparar alguna avería o dejar algún enfermo.
Sobrevino lo que llaman el "veranito de San Juan" y el macilento sol austral aumentó por algunos días sus calorías, deshelando la gruesa capa de nieve que se había formado con las tormentas pasadas. En una calle de las afueras, camino del cementerio, apareció un buen día un extraño cajón de muerto, pintado de verde y con su cadáver helado adentro. El hallazgo conmovió a las autoridades; la policía realizó investigaciones, autopsias; pero nadie pudo saber a ciencia cierta nada.
Sólo Mike, el hijo medio loco del pastelero, cuando se encontró con el ataúd que sacaban de la morgue para conducirlo al cementerio y se puso gorra en mano a su lado para acompañarlo, trató de decir algo, mostró los cinco dedos, bamboleó como un marinero, indicó el ataúd insistentemente; pero nadie comprendió que con su mímica quería decir:
"Cinco marineros y un ataúd verde".
FIN

miércoles, 24 de octubre de 2012

El disparo memorable - Alexandr Puchkin - Ciudad Seva

El disparo memorable - Alexandr Puchkin - Ciudad Seva:

El disparo memorable[Cuento. Texto completo]Alexandr Puchkin
Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes.En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte de nuestros uniformes, no veíamos nada más.
Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos treinta y cinco años, lo que nos hacía considerarlo viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.
Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champán solía correr a torrentes durante las comidas.
Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuáles eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban.
Su ocupación predilecta era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que habitaba.
La destreza que había adquirido en el tiro era increíble, tanto como para que, de haberse propuesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la gorra, ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza como blanco.
El tema de nuestras conversaciones era con frecuencia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca participaba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba a la vista que tales preguntas lo contrariaban. Acabamos por suponer que pesaba en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay personas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones.
Un inesperado acontecimiento nos dejó a todos consternados.
Un día comíamos en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro anfitrión que jugara una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio centenar de ducados y tomó la banca. Todos lo rodeamos y la partida comenzó. Silvio solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni hecho observaciones. Si el que apuntaba se descontaba por azar, Silvio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el resto. Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su libre arbitrio; pero sucedió que entre nosotros se hallaba un oficial recientemente llegado a nuestro regimiento. Participaba del juego y cometió una equivocación de un punto. Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exaltado por los efluvios del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave ofensa y enardecido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó:
-Caballero, hágame el favor de retirarse inmediatamente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido en mi casa.
No dudamos en lo más mínimo de cuáles serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto a dar satisfacción de su ofensa de la manera que dispusiera el banquero. La partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nuestro anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la inminente vacante.
Al otro día, en el picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún cuando se presentó este mismo en persona.
Lo interrogamos y nos respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en un as de baraja, clavado en una hoja del portal. Nos recibió como siempre, sin mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera.
Pasaron tres días, y el teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados:
-¿No se batirá?
Y así fue, Silvio no se batió. Se dio por satisfecho con una explicación muy superficial y se reconcilió con el adversario.
Esta circunstancia perjudicó mucho su reputación entre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda clase de defectos. Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su prestigio de siempre.


Yo fui el único que no pudo tratarlo con la misma confianza. Teniendo, como tenía, una imaginación romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hombre cuya vida era un enigma, y que me parecía el personaje de alguna historia misteriosa. Él me apreciaba, y conmigo dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarlo como antes. Silvio era demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta, pero no descubría el motivo. Parecía estar amargadamente impresionado. Por lo menos en dos ocasiones pude notar su deseo de darme una explicación; yo, sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde entonces solía verlo solo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras relaciones de otros tiempos se cortaron.
Los displicentes habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que les son familiares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo la espera de la llegada del correo... Los martes y los viernes el despacho del regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros se daban las noticias, de modo que la oficina deparaba un espectáculo de extrema animación. Silvio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y solía acudir a la oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando muestras de gran impaciencia. Al leer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada.
-Señores -les dijo Silvio-, las circunstancias requieren que me ausente inmediatamente... Me voy esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar conmigo esta última vez. También a usted lo espero -continuó, dirigiéndose a mí-. Lo espero sin falta.
Y dicho esto salió precipitadamente. Nosotros, decididos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos cada cual por un lado.
Fui a casa de Silvio a la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles estaban ya embalados, y no había más que las paredes, acribilladas a balazos. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás... A cada momento saltaban los tapones de las botellas de champaña. Los vasos relucían y espumaban sin pausa, y todos nosotros, con profunda franqueza, deseábamos al amigo que se ausentaba buen viaje y toda suerte de felicidades. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo.
-Quiero hablar con usted -me dijo, bajando la voz.
Ya todos los demás se habían ido... Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando despaciosamente nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le daban el aspecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que Silvio rompiera el silencio.

-Es probable que no nos veamos más -me dijo-, y antes de despedirnos, he querido darle una explicación... Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria a la verdad.
Dijo esto y calló. Volvió a llenar su pipa apagada... Yo me quedé silencioso, bajando los ojos.
-A usted le habrá extrañado -prosiguió- que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato borracho de R... Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no peligraba... Podría atribuir mi prudencia a la magnanimidad... Sin embargo, no quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R... sin arriesgar mi vida, no lo hubiera perdonado...
Miré a Silvio con aire de asombro. Esta contestación acabó por consternarme. Silvio continuó:
-Es cierto. No tengo derecho a exponerme al peligro de la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi adversario vive todavía.
Mi curiosidad estaba vivamente excitada.
-¿Fue porque usted no quiso batirse con él? -pregunté-. Sin duda, se lo impidieron las circunstancias.
-Me batí con él y este es el recuerdo de aquel duelo.
Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo que los franceses llaman bonnet de police. Se la encasquetó: la gorra estaba agujereada a la altura de la frente.
-Usted sabe -prosiguió Silvio- que yo he servido en el regimiento de húsares de X... Sabe también cuál es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales violentos y entre mis compañeros no había quién me aventajara. Alardeábamos de nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov. Los duelos, en nuestro regimiento, se entablaban a cada momento, y de todos participaba yo como testigo o interesado. Mis compañeros me adoraban y los comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un mal inevitable.

"Tranquilo (o intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había tropezado con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que, además de la juventud, tenía ingenio, apostura, un espíritu alegre, la más desenfadada valentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuantiosa, inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él se apartó de mí con total indiferencia; le tomé odio. Sus éxitos en el regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación. Comencé a buscar motivos para provocarlo... Pero mis frases hirientes las contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco, al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al oído cierta banal grosería. Presa de repentina ira me pegó una bofetada. En seguida buscamos los sables... Las señoras se desvanecían... Nos apartaron no sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo.
"Amanecía... Yo estaba en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos... Con una impaciencia inexplicable aguardaba a mi adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor empezó a hacerse sentir... Lo vi cuando aún estaba lejos... a pie, llevando el uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos. A mí me tocó disparar primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimiento. Se propuso echar suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno... Su vida, por fin, estaba en mis manos. Lo miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una señal de inquietud. Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola, tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció.
"'¿Qué voy a lograr' -pensé- 'quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella?'
"Fue entonces cuando una idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola.
"-Según parece -le dije- usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quiero molestarlo.
"-No me molesta usted en lo más mínimo -replicó-. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca. Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre a su disposición.
"Me volví hacia mis padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así acabó el duelo...
"Pedí mi retiro y me radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento..."
Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía desde Moscú, que el consabido individuo pronto contraería matrimonio con una joven muy bella.
-Ya habrá adivinado -dijo Silvio- quién es ese consabido individuo. Salgo para Moscú... Me gustaría ver si en vísperas de su casamiento, se enfrentará a la muerte con la misma indiferencia que en otro tiempo, saboreando cerezas.
Y con estas palabras se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación como un tigre por su jaula. Yo lo había escuchado absorto: sentimientos terribles y opuestos me agitaban.
El criado entró para anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte apretón de manos... Nos abrazamos... Subió a un coche, en el que estaban acomodadas dos maletas, una con su equipaje, otra con pistolas. Nos saludamos por última vez y los caballos arrancaron...
*
Algunos años más tarde, circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar secretamente cuando recordaba mi vida pasada, bulliciosa y despreocupada. Lo que se me hacía más difícil era pasar las noches, tanto en primavera, invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría dónde meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lecturas. Todos los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de cabeza y, además, confieso que temí convertirme en un "borracho melancólico", como tantos que había visto en nuestro distrito.
A mi alrededor no había vecinos cercanos, salvo dos o tres "melancólicos", cuya conversación consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferible. Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días... Y "vi todo lo que había hecho y he aquí que era bueno..."
A cuatro verstas de mi finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía solamente el administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho tiempo, el primer año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño, corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido, para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio.

La llegada de un vecino acaudalado es un acontecimiento memorable para los moradores de una aldehuela. Los propietarios y los miembros de su servidumbre suelen hablar de ello desde dos meses antes y hasta tres años después. En cuanto a mí, confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la aldea X para presentar mi respeto a sus altezas, como correspondía al vecino más cercano que les ofrecía sus humildes servicios.
Un lacayo me llevó hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho estaba puesto con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había algunas bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde y tapizado de alfombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del lujo, y hacía tiempo que no admiraba la esplendidez ajena. En aquel momento me sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del candidato provinciano que espera la salida de un ministro. Cuando se abrió la puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras yo me esforzaba por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos.
Su conversación, espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la condesa, causándome una nueva confusión, mayor que la anterior. En realidad, era de una acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte, cuanto más me esforzaba por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos, mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le da a un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención. Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi se juntaban.
-¡Notable disparo! -exclamé a la vez que miraba al conde.
-Sí -me respondió-: fue un disparo muy memorable. Pero, dígame, ¿es usted buen tirador?
-Excelente -contesté satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era tan familiar-; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco une carta, si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado.
-¿Es cierto? -dijo la condesa con tono de gran interés-. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar una carta a treinta pasos?
Probaremos -contestó el conde-. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola.

-¡Oh! -comenté-. En ese caso apuesto cualquier cosa a que vuestra alteza no le da a una carta ni siquiera a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento se me tenía por uno de los mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero, porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimiento había un sargento, hombre ingenioso y muy dado a las bromas, que estando presente por casualidad dijo: "Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habértelas con una botella". Créame, vuestra alteza, hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como aperitivo.
A los condes les satisfizo mi locuacidad.
-¿Y cómo tiraba? -me preguntó el conde.
-A veces veía una mosca que acababa de posarse en la pared... ¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto... Veía una mosca y gritaba: "¡Kuzka, mi pistola!". El criado le llevaba con celeridad una pistola cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared...
-¡Asombroso! -dijo el conde-. ¿Y cuál era su nombre?
-Silvio, alteza.
-¡Silvio! -exclamó el conde, incorporándose de un salto-. ¿Usted conoció a Silvio?
-¿Que si lo conocí, alteza? Éramos amigos. En nuestro regimiento fue recibido como un verdadero compañero... pero desde hace cinco años no sé nada de él. Así que también vuestra alteza lo conoció, ¿no es verdad?
-Lo conocí muy bien. ¿No le contó acaso un suceso muy extraño?
-¿El de una bofetada, alteza, que recibió en un baile?
-¿Y no le dijo a usted el nombre...?
-No, alteza, no me lo dijo. ¡Ah! -proseguí, al intuir la verdad-. ¿Fue quizás vuestra alteza?
-Yo fui -respondió el conde, con aire extremadamente distraído-; esa pintura agujereada a balazos es un recuerdo de nuestro último encuentro.
-¡Ay! -dijo la condesa-. ¡No lo cuentes, por Dios!... Me horroriza escucharlo.
-No puedo complacerte -replicó el conde-. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y conviene que sepa también cómo Silvio se vengó de mí.
Me ofreció el sillón y yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato:
-Hace cinco años me casé. El primer mes, la luna de miel, lo pasé aquí, en esta aldea. En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo también uno de mis recuerdos más dolorosos.


"Un día, al atardecer, salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante. En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a un hombre con barba cubierto de polvo. Estaba al lado de la chimenea... Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones...
"-¿No me recuerdas, conde? -preguntó con voz trémula.
"-¡Silvio! -exclamé, y confieso que en aquel momento sentí que mis cabellos se erizaban.
"-Exactamente -continuó él-. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado?
"Una pistola asomaba del bolsillo lateral de su chaqueta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el rincón, suplicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi mujer. Vaciló por un momento... Me pidió lumbre... Hice que trajeran una vela. Cerré la puerta, ordené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que disparase. Sacó la pistola y apuntó... Yo conté los segundos.. Pensé en ella... ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó el brazo.
"-Lamento de veras que la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado... y después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no acostumbro disparar a un indefenso... Empecemos de nuevo. Volvamos a tirar suertes para ver quién dispara primero.
"La cabeza me daba vueltas... Creo recordar que me negué...
"Por fin cargamos una pistola, arrollamos dos papelitos... Él los puso en la gorra, que atravesó un día mi balazo... Yo saqué de nuevo el primer número.
"-Tienes mala suerte, conde -dijo él, con una sonrisa que nunca olvidaré.
"No recuerdo lo que sucedió entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello... Pero cierto es que disparé, dando con la bala en ese cuadro..."
Y el conde dirigió su dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto.
-Disparé -continuó el conde- y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio -en ese momento tenía verdaderamente un aspecto siniestro- apuntó hacia mí... De pronto la puerta se abrió... Masha entró precipitadamente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.
"-Querida mía -le dije-, ¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y acércate... Voy a presentarte a uno de mis amigos y compañeros.
"Masha dudaba aún de la veracidad de mis palabras.
"-Dígame usted, ¿es cierto lo que dice mi marido? -preguntó, volviéndose hacia aquel hombre terrible-. ¿Es verdad que bromean ustedes?
"-Suele bromear, condesa -le respondió Silvio-. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear.
"Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella!
"Masha se echó a sus pies.
"-¡Levántate, Masha, es humillante! -grité furioso-. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?
"-No dispararé -respondió Silvio-; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia.
"Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció.
"Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió a detenerlo y lo contempló horrorizada. Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme."
El conde calló.
Fue así cómo me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado No volví a encontrar jamás a su protagonista.
Se dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de heteristas griegos y murió en un combate cerca de Skulani.
FIN

miércoles, 17 de octubre de 2012

La maquilladora - Joris-Karl Huysmans - Ciudad Seva

La maquilladora - Joris-Karl Huysmans - Ciudad Seva:

La maquilladora[Cuento. Texto completo]Joris-Karl Huysmans
Una hermosa mañana, el poeta Amílcar se encasquetó su sombrero negro, un sombrero famoso, de altura prodigiosa, de envergadura insólita, con partes llanas y hendeduras, arrugas y abolladuras, rajas y magulladuras; introdujo en el bolsillo, sito por debajo de su tetilla izquierda, una pipa de arcilla de largo cuello, y se dirigió hacia el nuevo domicilio de un amigo suyo, el pintor José. Lo encontró recostado sobre una cascada de cojines, con la mirada melancólica y el rostro descolorido.

-¿Estás enfermo? -le dijo.

-No.

-¿Te encuentras bien entonces?

-No.

-Estás enamorado.

-Sí.

-¡Hombre! y ¿de quién? ¡Dios santo!

-De una china.

-¿De una china? ¡Estás enamorado de una china!

-Estoy enamorado de una china.

Amílcar se dejó caer sobre la única silla que amueblaba el cuarto.

-Pero, en fin -clamó cuando estuvo de vuelta de su estupor- ¿dónde has encontrado a esa china?

-Aquí, a dos pasos, detrás de esa pared. Mira, la seguía una noche, supe que vivía aquí con su padre, alquilé el cuarto contiguo al suyo, le escribí una carta a la que no ha contestado aún, pero he sabido su nombre por la portera: se llama Ophélie. ¡Oh! ¡si supieras qué bella es! -exclamó mientras se levantaba-; tiene una tez de naranja madura, una boca tan rosa como la carne de las sandías, y unos ojos negros como el azabache.

Amílcar le apretó la mano con expresión desolada y fue a comunicarle a sus amigos que José había enloquecido.

Apenas hubo franqueado la puerta, este hizo en la pared un pequeño agujero con un taladro y se puso al acecho, esperando poder ver a su dulce deidad. Eran las ocho de la mañana, y no había ningún tipo de movimiento en el cuarto vecino; estaba empezando a desesperarse cuando escuchó un bostezo, se oyó un ruido, el ruido que produce un cuerpo al bajarse de la cama, y una joven apareció en el círculo que su ojo podía abarcar. Recibió un tremendo golpe en el estómago y estuvo a punto de desfallecer. Era ella y no era ella; era una francesa que se parecía, todo lo que una francesa puede parecerse a una china, a la chica amarilla cuya mirada lo había trastornado. Y, sin embargo, eran los mismos ojos mimosos y profundos, pero la piel estaba mate y pálida, el rojo de sus labios se había apagado; es decir, ¡que era una europea! Descendió la escalera precipitadamente.

-¿Ophélie tiene una hermana? -preguntó a la portera.

-No.

-¿Entonces no es china?

La portera rompió a reír: «¡Cómo que no es una china! ¡Ah, pues! ¿Tengo yo una cara como la suya, yo que no nací en China?» prosiguió el viejo monstruo mirando su piel arrugada en un espejo empañado. José permanecía de pie, despavorido, alelado, cuando una voz potente hizo temblar los cristales de la portería: «¿Está la señorita Ophélie?» José se dio la vuelta y vio frente a él, no el rostro de un viejo reitre, como parecía indicar la voz, sino el de una vieja, hinchada como un odre, con enormes gafas a horcajadas sobre la nariz, y la boca dibujando en el abotargamiento de las carnes caprichosos zigzags. Tras la respuesta afirmativa de la portera, la mujer subió, y José se percató de que llevaba en una mano una bolsa de hule. Le siguió los pasos, pero la puerta se cerró tras ella; entonces él se precipitó hacia su cuarto y pegó el ojo al agujero que había practicado en el tabique.

Ophélie se sentó, dándole la espalda, ante un gran espejo, y la mujer, tras haberse deshecho de su tartán, abrió su bolsa y sacó de ella gran número de pequeñas cajas de difuminos y de brochas. Luego, levantando la cabeza de Ophélie como si quisiera afeitarla, extendió con un pincel sobre la cara de la joven una pasta de un amarillo rosado, cepilló suavemente la piel, amasó un trocito de cera ante el fuego, rectificó la nariz, adecuando el color al de la cara, soldando con un blanco lechoso el trozo artificial de la nariz con la carne verdadera; finalmente cogió sus difuminos, los pasó por los polvos de las cajas, extendió una ligera capa de un azul pálido por debajo de los ojos negros que parecieron hundirse y alargarse hacia las sienes. Una vez terminada la sesión de maquillaje, retrocedió un poco para juzgar mejor el efecto logrado, movió a un lado y a otro la cabeza, regresó junto a su obra que retocó, recogió sus utensilios, y después de haber apretado la mano de Ophélie, salió respirando ruidosamente

José permanecía inerte, con los brazos caídos. ¡Ah, pues! ¡Se había enamorado de un cuadro, de un disfraz de baile de máscaras! Terminó no obstante por recuperar los sentidos y corrió en busca de la maquilladora. Se encontraba ya en el extremo de la calle; empujó a los transeúntes, corrió entre los coches y finalmente la alcanzó:

-¿Qué significa todo esto? -gritó- ¿quién es usted? ¿Por qué la transforma en china?

-Yo soy maquilladora, mi querido señor; aquí tiene mi tarjeta; estoy a su servicio si necesita algo de mí.

-¡Ah! ¡No me interesa su tarjeta! -gritó el pintor jadeante-. Se lo ruego, explíqueme el motivo de esta comedia.

-¡Oh! si quiere saberlo y es suficientemente amable como para ofrecerle a esta pobre vieja un vasito de ratafía, le contaré con todo detalle por qué vengo todas las mañanas a pintar a Ophélie.

-Vamos -dijo José, introduciéndola en un bar e instalándola en la silla de un reservado- aquí tiene su ratafía, hable.

-Le diré en primer lugar -dijo la mujer- que soy una maquilladora muy competente; por lo demás, como ha podido ver... A propósito, ¿cómo ha visto usted?...

-Eso no importa, no le incumbe, continúe.

-¡Pues bien! Como le iba diciendo, soy una maquilladora muy competente, y si por casualidad usted...

-¡Al grano! ¡al grano! -gritó José furioso.

-¡No se exalte! Ya sabe que la ira...

-¡Me estás calentando, miserable! -gritó el pintor, que sentía en aquellos momentos unas tremendas ganas de estrangularla-. ¿Vas a hablar de una buena vez?

-¡Ah! perdón, joven; pero no sé por qué se toma la libertad de tutearme y de llamarme miserable; le advierto que si...

-¡Ah! Dios mío -gimió el pobre chico dando un zapatazo- hay motivos para volverse loco.

-Vamos a ver, joven, cállese y continuaré; sobre todo, no me interrumpa -añadió mientras degustaba su vaso-. Le estaba diciendo, pues...

-Que es usted una maquilladora muy competente; sí, ya lo sé, tengo su tarjeta; pero sigamos: ¿Por qué Ophélie hace que la pinte como una china?

-¡Dios mío, qué impaciente es usted! ¿Conoce al hombre que vive con ella?

-¿A su padre?

-No. En primer lugar, no es su verdadero padre, sino su padre adoptivo.

-¿Es chino?

-En absoluto; tan chino como usted y yo; pero vivió mucho tiempo en el Tibet e hizo fortuna allí. Este hombre, que es bueno y honesto, le confesaré incluso que se parece a mi difunto que...

-Sí, sí, ya me lo ha dicho.

-¡Bah! -dijo la mujer mirándolo con estupor- ¿Yo le he hablado de Isidore?

-Por favor, dejemos a Isidore en su tumba, tómese su ratafía y prosiga.

-¡Vaya! Es gracioso; creo no obstante que... En fin, no importa, le estaba diciendo que era un hombre bueno y digno. Se casó allá con una china que lo abandonó al cabo de un mes de matrimonio. Estuvo a punto de volverse loco porque amaba a su esposa, y sus amigos tuvieron que hacerle regresar a Francia lo antes posible. Se restableció poco a poco y una noche encontró en la calle, desfalleciente de frío y hambre, a punto de entregarse por un trozo de pan, a una joven cuyos ojos tenían la misma expresión que los de su esposa. Se le parecía incluso en tamaño y estatura; fue entonces cuando él le propuso dejarle toda su fortuna a cambio de que aceptara que la maquillaran cada mañana. Vino a buscarme, y cada día a las ocho, yo la disfrazo; él llega a los diez y almuerza con ella. Desde el día que la recogió no la ha vuelto a ver tal y como es en realidad. Eso es todo. Ahora me voy porque tengo trabajo. Buenos días, señor.

Él permaneció embrutecido, inerte, sintiendo que se le escapaban las ideas. Volvió a su casa en un estado deplorable. Amílcar llegó entre tanto, acompañado de un amigo que era médico. Tuvieron que realizar grandes esfuerzos para hacer salir de su aturdimiento al infortunado José, que no hablaba sino de arrojarse al Sena.

-¡No merece la pena ahogarse por tan poca cosa! -dijo detrás de ellos una vocecita áspera-. Soy Ophélie, papaíto, y no soy tan cruel como para dejarlo morir de amor por mí. Aprovechemos, si le parece, la ausencia del viejo para ir a recorrer sederías. Tengo ganas de un vestido; lo autorizaré a que me lo regale.

-¡Oh, no! -gritó el pintor, profundamente sublevado ante esta especie de mercado-. Estoy curado para siempre de mi amor.

Escuchar semejantes palabras saliendo de la boca de su bien amada le produjo el mismo efecto que una ducha de agua fría sobre la cabeza. Observó el poeta Amílcar que descendió por la escalera y, mientras caminaba, rimó un soneto que envió al día siguiente a la hermosa joven, con este título algo satírico: ¡Oh! Flor de nenúfar!
FIN

miércoles, 3 de octubre de 2012

Un médico rural - Franz Kafka - Ciudad Seva

Un médico rural - Franz Kafka - Ciudad Seva:

Un médico rural[Cuento: Texto completo]Franz Kafka
Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.
-¿Los engancho al coche? -preguntó, acercándose a cuatro patas.
No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
-Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa -dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.
-¡Hola, hermano, hola, hermana! -gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.
-Ayúdalo -dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
-¡Salvaje! -dije al caballerizo-. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
-Suba -me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.
Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.
-Yo conduciré, pues tú no conoces el camino -dije.
-Naturalmente -replica-, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.
-¡No! -grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
-Tú vendrás conmigo -digo al mozo-; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.
-¡Arre! -grita él, y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría que frente a mi puerta se encontraba la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:
-Doctor, déjeme morir.
Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue alargándome las manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.
"Sí" pienso indignado, "en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un caballerizo..."
En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las voces de la familia.
-Regresaré en seguida -me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber.
La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama. No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que el joven tenga razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación.
Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio es un trabajo difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo -¿qué espera, pues, la gente?- se muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo.
Me acerco a él, que me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de luna.
-¿Me salvarás? -murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me llamaran; si pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?
Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza, canta junto a la casa una tonada infantil con estas palabras:
Desvístanlo, para que cure,
y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico...
Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
-¿Sabes -me dice una voz al oído- que no tengo mucha confianza en ti? No importa cómo hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.
-En verdad -dije yo-, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene de fácil.
-¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.
-Joven amigo -digo-, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les acerca.
-¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?
-Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.
-¡De prisa! -grité-. Pero íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, de nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:
Alégrense, enfermos,
tienen al médico en su propia cama.
A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.
FIN