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miércoles, 27 de junio de 2012

Gabo: Publican todos sus cuentos + Un día de estos (cuento)


Gabo está en todos sus cuentos - Taringa!:


Gabo está en todos sus cuentos




Un solo volumen reúne por primera vez toda la narrativa breve del premio Nobel (41 cuentos).El  es el palimpsesto de todo lo que tiene que ver con Macondo. 

Gabriel García Márquez le dijo a Luis Harss, el autor de Los nuestros, la biblia del boom, que aborrecía sus primeros cuentos, los que escribió para El Espectador de Bogotá. Entonces era 1965, dos años antes de que apareciera Cien años de soledad, el que sería Nobel se alimentaba de hierbas y otras esperanzas, y escribía como un poseso mientras hacía cine, periodismo y cumplía otros ritos para alimentarse, para alimentar a sus hijos y para llevarle a Mercedes Barcha, su  esposa, la tranquilidad que no tuvo el coronel de El coronel no tiene quien le escriba. 
 
Cuando le dijo eso a Harss, García Márquez no hablaba en serio, y de hecho la historia no se lo ha tomado en serio cada vez que dijo que quería dar un escrito a las . Ahora esos cuentos (incluidos en el volumen Ojos de perro azul, sobre todo), y muchos más, aparecen en un solo volumen por primera vez en la historia editorial del prolífico escritor lento de Aracataca. El libro tiene 509 páginas y ha sido publicado, como toda la obra de Gabo, por Mondadori. Está impreso en Barcelona, donde vivió el escritor (en la calle de Caponata), y donde pasan algunas de estas fábulas que despiertan a un muerto, y que por cierto están llenas de muerte, que es el ramaje en el que se desenvuelve, a grandes rasgos, la narrativa de este enorme cuentista. 
Random House Mondadori reunió 41 relatos en un único volumen del Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. 
El libro recorre por primera la trayectoria cuentística del autor de “Cien años de soledad”
Quienes sean bibliófilos empedernidos y seguidores de “El Gabo” descubrirán así cuentos tempranos del escritor recogidos bajo el título “Ojos de perro azul”, donde se incluye “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, célebre texto que puso los cimientos del gigantesco edificio, tan imaginario como real, de lo que acabaría siendo el espacio literario más emblemático de la literatura latinoamericana: Macondo.
 

Un día de estos
[Cuento: Texto completo]
Gabriel García Márquez


El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. 

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella. 

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. 

-Papá. 

-Qué. 

-Dice el alcalde que si le sacas una muela. 

-Dile que no estoy aquí. 

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. 

-Dice que sí estás porque te está oyendo. 

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: 

-Mejor. 

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. 

-Papá. 

-Qué. 

Aún no había cambiado de expresión. 

-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro. 

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver. 

-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo. 

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: 

-Siéntese. 

-Buenos días -dijo el alcalde. 

-Buenos -dijo el dentista. 

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca. 

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos. 

-Tiene que ser sin anestesia -dijo. 

-¿Por qué? 

-Porque tiene un absceso. 

El alcalde lo miró en los ojos. 

-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista. 

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo: 

-Aquí nos paga veinte muertos, teniente. 

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio. 

-Séquese las lágrimas -dijo. 

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. 

-Me pasa la cuenta -dijo. 

-¿A usted o al municipio? 

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica. 

-Es la misma vaina. 

FIN 

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