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domingo, 17 de junio de 2012

Ray Bradbury / El que espera y El Dragón





Ray Bradbury
EL QUE ESPERA
Traducción de Aurora Bernárdez


THE ONE WHO WAITS

VIVO EN UN POZO. Vivo como humo en el pozo. Como vapor en una garganta de piedra. No me muevo. No hago otra cosa que esperar. Arriba veo las estrellas frías y la noche y la mañana, y veo el sol. Y a veces canto viejas canciones del tiempo en que el mundo era joven. ¿Cómo podría decirles quién soy yo si ni siquiera yo lo sé? No puedo. Espero, nada más. Soy niebla y luz de luna y memoria. Estoy triste y estoy viejo. A veces caigo como lluvia en el pozo. Cuando mi lluvia cae rápidamente unas telarañas se forman en la superficie del agua. Espero en un silencio frío y un día no esperaré más.
Ahora es la  mañana. Oigo un trueno inmenso. El olor del fuego me llega desde lejos. Oigo un golpe metálico. Espero. Escucho.
Voces. Muy lejos.
—¡Muy bien!
Una voz. Una voz extraña. Una lengua extraña que no conozco. Ninguna palabra familiar. Escucho.
—¡Que salgan los hombres!
Algo aplasta las arenas de cristal.
—¡Marte! ¡De modo que esto es Marte!
—¿Dónde está la bandera?
—Aquí, señor.
—Bien, bien.
El sol está en lo alto del cielo azul y los rayos de oro caen en el pozo, y yo estoy suspendido como el polen de una flor, invisible y velado a la luz cálida.
—En nombre del gobierno de la Tierra, llamo a este territorio Territorio Marciano, el que será dividido en partes iguales entre las naciones miembros.
¿Qué dicen? Me vuelvo en el sol, como una rueda, invisible y perezoso, dorado e infatigable.
—¿Qué hay ahí?
—¡Un pozo!
—¡No!
—Acérquense. ¡Sí!
Un calor se acerca. Tres objetos se inclinan sobre la boca del pozo, y mi frío se eleva hacia los objetos.
—¡Magnífico!
—¿Será buena el agua?
—Veremos.
—Que alguien traiga un frasco de pruebas y una sonda.
—¡Yo iré!
El sonido de algo que corre. El retorno.
—Aquí están.
Espero.
—Bájenlo. Cuidado.
Un vidrio brilla, arriba, y desciende en una línea lenta. Unas ondas rizan el agua cuando el vidrio la toca. La toca y se hunde. Me elevo en el aire tibio hacia la boca del pozo.
—Ya. ¿Quiere probar el agua, Regent?
—Pásemela.
—Qué pozo hermoso. Miren la construcción. ¿Cuántos años tendrá?
—Dios sabe. Cuando ayer descendimos en aquel otro pueblo Smith dijo que no ha habido vida en Marte desde hace diez mil años.
—Mucho tiempo.
—¿Cómo es, Regent? El agua.
—Pura como plata. Tome un vaso.
El sonido del agua a la luz tibia del sol. Ahora floto como un polvo, un poco de canela, en el viento suave.
—¿Qué pasa, Jones?
—No sé. Tengo un terrible dolor de cabeza. De pronto.
—¿Ya bebió el agua?
—No. No es eso. Estaba inclinado sobre el pozo y de pronto se me partió la cabeza. Me siento mejor ahora.
Ahora sé quién soy.
Me llamo Stephen Leonard Jones y tengo veinticinco años y acabo de llegar en un cohete desde un planeta llamado Tierra y estoy aquí con mis buenos amigos Regent y Shaw junto a un viejo pozo del planeta Marte.
Me miro los dedos dorados, morenos y fuertes. Me miro las piernas largas y el uniforme plateado y miro a mis amigos.
—¿Qué pasa, Jones? —dicen.
—Nada, —digo, mirándolos—. Nada en absoluto.


La comida es buena. Han pasado diez mil años desde mi última comida. Toca la lengua de un modo agradable y el vino calienta el cuerpo. Escucho el sonido de las voces. Pronuncio palabras que no entiendo pero que entiendo de algún modo. Pruebo el aire.
—¿Qué ocurre, Jones?
Inclino esta cabeza mía y mis manos descansan en los utensilios plateados. Siento todo.
—¿Qué quiere decir? —dice esta voz, esta nueva cosa mía.
—Respira de un modo raro. Tosiendo —dice el otro hombre.
Pronuncio exactamente:
—Quizá me estoy resfriando.
—Que lo examine el médico más tarde.
Muevo la cabeza de arriba abajo, eso es bueno. Es bueno hacer cosas después de diez mil años. Es bueno respirar el aire y es bueno sentir que el calor del sol que entra en el cuerpo más y más, y es bueno sentir la estructura de marfil, el hermoso esqueleto debajo de la carne tibia, y es bueno oír sonidos más claros y más cercanos que las profundidades pétreas de un pozo. Me siento muy bien.
—Vamos, Jones. Despierta. Tenemos que hacer.
—Sí —digo, y me maravillan las palabras: se forman como agua en la lengua y caen con una lenta belleza en el aire.
Camino y es bueno caminar. Camino y el suelo está a mucha distancia cuando lo miro desde los ojos y la cabeza. Es como vivir en un hermoso acantilado, sintiéndose feliz allí.
Regent está junto al pozo de piedra, mirando hacia abajo. Los otros han vuelto a la nave de plata, murmurando entre ellos.
Siento los dedos de la mano y la sonrisa de la boca.
—Es profundo —digo.
—Sí.
—Lo llaman pozo del alma.
Regent alza la cabeza y me mira.
—¿Cómo lo sabe?
—¿No le parece acaso?
—Nunca oí hablar de un pozo del alma.
—Un sitio donde hay cosas que esperan, cosas que una vez tuvieron carne, y esperan y esperan —digo, tocando el brazo del hombre.


La arena es fuego y la nave es fuego de plata al calor del día, y es bueno sentir el calor. El sonido de mis pies en la arena dura. Escucho. El sonido del viento y el sol que quema los valles. Huelo el olor del cohete que hierve en el mediodía. Estoy de pie debajo de la compuerta.
—¿Dónde anda Regent? —dice alguien.
—Lo vi junto al pozo —replico.
Uno de ellos corre hacia el pozo. Empiezo a temblar. Un temblor débil al principio, muy hondo, pero que sube y aumenta. Y por primera vez la oigo, como si estuviese también escondida en un pozo. Una voz que llama dentro de mí, pequeña y asustada. Y la voz grita: Déjame ir, déjame ir, y siento como si algo tratara de librarse, algo que golpea las puertas de un laberinto, que corre descendiendo por oscuros pasillos y sube por pasajes, entre aullidos y ecos.
—¡Regent está en el pozo!
Los hombres corren, cinco de ellos. Corro también, pero ahora me siento enfermo y los temblores son violentos.
—Tiene que haberse caído. Jones, usted estaba con él. ¿Lo vio? ¿Jones? Vamos, hable, hombre.
—¿Qué pasa, Jones?
Caigo de rodillas, los temblores son irresistibles.
—Está enfermo. Vengan, ayúdenme.
—El sol.
—No, no el sol —murmuro.
Me extienden en el suelo y las sacudidas van y vienen como temblores de tierra y la voz profunda que oculta grita dentro de mí: Esto es Jones, esto soy yo, esto no es él, esto no es él, no le crean, déjenme salir, ¡déjenme salir! Y alzo los ojos hacia las figuras inclinadas y parpadeo. Me tocan las muñecas.
—El corazón le late muy rápido,
Cierro los ojos. Los gritos cesan; los temblores cesan.
Me alzo, como en un pozo fresco, liberado.
—Está muerto —dice alguien.
—Jones ha muerto.
—¿De qué?
—Un ataque, parece.
—¿Qué clase de ataque —digo, y mi nombre es Sessions y muevo los labios, y soy el capitán de estos hombres. Estoy de pie entre ellos y miro el cuerpo que yace enfriándose en las arenas. Me llevo las dos manos a la cabeza.
—¡Capitán!
—No es nada —digo, gritando—. Sólo un dolor de cabeza. Pronto estaré bien. Bueno —murmuro—. Ya pasó.
—Será mejor que nos apartemos del sol, señor.
—Sí —digo, mirando a Jones—. No debiéramos haber venido. Marte no nos quiere.
Llevamos el cuerpo de vuelta al cohete, y una nueva voz está llamando dentro de mí, pidiendo que la dejen salir.
Socorro, socorro. Allá abajo en los túneles húmedos del cuerpo. Socorro, socorro, en abismos rojos entre ecos y súplicas.
Los temblores han comenzado mucho antes esta vez. Me cuesta dominarme.
—Capitán, será mejor que se salga del sol; no parece sentires demasiado bien, señor.
—Sí —digo—. Socorro —digo.
—¿Qué, señor?
—No dije nada.
—Dijo “socorro”, señor.
—¿Dije eso, Matthews, dije eso?
Han dejado el cuerpo a la sombra del cohete y la voz chilla en las profundas catatumbas submarinas de hueso y mareas rojas. Me tiemblan las manos. Tengo la boca reseca. Me cuesta respirar. Pongo los ojos en blanco. Socorro, socorro, oh socorro, no, no, déjenme salir, no, no.
—No —digo.
—¿Qué señor?
—No importa —digo—. Tengo que librarme —digo. Me llevo la mano a la boca.
—¿Qué es eso, señor? —grita Matthews.
—¡Adentro, todos ustedes, volvemos a la Tierra! —ordeno.
Tengo un arma en la mano. Levanto el arma.
—¡No, señor!
Una explosión. Unas sombras que corren. Los gritos se desvanecen. Se oye el silbido de algo que cae en el espacio.
Luego de diez mil años, qué bueno es morir. Qué bueno sentir de pronto el frío, la distención. Qué bueno ser como una mano dentro de un guante, una mano que se desnuda y crece maravillosamente fría en el calor de la arena. Oh, la quietud y el encanto de la muerte cada vez más oscura. Pero es imposible detenerse aquí.
Un estallido, un chasquido.
—¡Dios santo, se mató él mismo! —grito, y abro los ojos y allí está el capitán acostado contra el cohete, el cráneo hendido por una bala, los ojos abiertos, la lengua asomando entre los dientes blancos. Le sangra la cabeza. Me inclino y lo toco—. Qué locura —digo—. ¿Por qué hizo eso?
Los hombres están horrorizados. De pie junto a los dos muertos, vuelven la cabeza para mirar las arenas marcianas y el pozo distante donde Regent yace flotando en las aguas profundas. Los labios secos emiten un graznido, un quejido, una protesta infantil contra este sueño de espanto.
Los hombres se vuelven hacia mí.
Al cabo de un rato, uno de ellos dice:
—Ahora es usted el capitán, Matthews.
—Ya sé —digo lentamente.
—Sólo quedamos seis.
—¡Dios santo, todo fue tan rápido!
—No quiero quedarme aquí, ¡vámonos!
Los hombres gritan. Me acerco a ellos y los toco, con una confianza que es casi un canto dentro de mí.
—Escuchen —digo, y les toco los codos o los brazos o las manos.
Todos callamos ahora. Somos uno.
¡No, no, no, no, no, no! Voces interiores que gritan, muy abajo, en prisiones.
Nos miramos. Somos Manuel Matthews y Raymond Moses y William Spaulding y Charles Evans y Forrest Cole y John Summers, y no decimos nada y nos miramos las caras blancas y las manos temblorosas.
Nos volvemos como uno solo y miramos el pozo.
—Ahora —decimos.
No, no, gritan seis voces, ocultas y sepultadas y guardadas para siempre.
Nuestros pies caminan por la arena y es como si una mano enorme de doce dedos se moviera por el fondo caliente del mar.
Nos inclinamos hacia el pozo, mirando. Desde las frescas profundidades seis caras nos devuelven la mirada.
Uno a uno nos inclinamos hasta perder el equilibrio, y uno a uno caemos en la boca del pozo a través de la fresca oscuridad hasta las aguas tibias.
El sol se pone. Las estrellas giran sobre el cielo de la noche. Lejos, un parpadeo de luz. Otro cohete que llega, dejando marcas rojas en el espacio.
Vivo en un pozo. Vivo como humo en el pozo. Como vapor en una garganta de piedra. Arriba veo las estrellas frías de la noche y la mañana, y veo el sol. Y a veces canto viejas canciones del tiempo en que el mundo era joven. Cómo podría decirles quién soy si ni siquiera yo lo sé. No puedo.
Espero, nada más.





Ilustración de Nöel Leindekar


Ray Bradbury
EL DRAGÓN
THE DRAGON


La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes. Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
          —¡No, idiota, nos delatarás!
—¡Qué importa! —dijo el otro hombre—. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
—Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...
—¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
—¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
—¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
—¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos. Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
—Ah... —el segundo hombre suspiró—. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
—¡Suficiente, te digo!
—¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.
—Novecientos años después de Navidad.
—No, no —murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados—. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!
—¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
—¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
—Mira... —murmuró el primer hombre—. Oh, mira, allá
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
—¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
—¡Pasará por aquí!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballos.
—¡Señor!
—Sí; invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera.
—¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.


—¿Viste? —gritó una voz—. ¿No te lo había dicho?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
—¿Vas a detenerte?
—Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé qué siento.
—Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió. Una ráfaga de humo dividió la niebla.
—Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.



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